martes, 2 de enero de 2024

De cómo pasé de ser una católica muy perpleja...


 Voy a explicarles, por si a alguien le interesa, cómo llegué al estado de perplejidad católica en que me encontraba hasta hace unos meses y cómo, tiempo después, dejé de estar perpleja.

Había vuelto a la práctica religiosa leyendo la Introducción al Cristianismo y El espíritu de la liturgia de Joseph Ratzinger antes de su elección como papa, y su llegada a la cátedra de Pedro me convirtió en poco menos que una papólatra que devoraba todo lo que salía de su pluma. Todos los miércoles seguía por internet las audiencias y todos los domingos, el Angelus.

Con la idea de formarme en la fe, comencé el Bachillerato en Ciencias Religiosas en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas de Barcelona. Teletrabajo desde hace años, y la opción de estudiar online, con sólo dos encuentros presenciales por semestre en la Facultad de Teología de Cataluña, sede del ISCREB, me pareció la mejor opción. Planeé completar los créditos para obtener el bachillerato en unos 6 ó 7 cursos (está pensado para tres), dada la frecuencia de los viajes que debo realizar por trabajo y el tiempo en general de que dispongo. Entretanto, Benedicto XVI renunció y llegó Francisco. Como habrán adivinado quienes conozcan el Instituto Superior de Ciencias Religiosas de Barcelona, en mi ingenuidad de ortodoxia benedictina (de Benedicto), desconocía el progresismo eclesial espantoso que se impartía en el ISCREB. Fueron estos estudios y los años iniciales del pontificado de Francisco los que comenzaron a despertarme del sueño ultramontano benedictino y a ver que la furia de las aguas modernistas derribó finalmente el dique de contención que en realidad había sido el papado de Ratzinger y entronizó a Bergoglio (si bien Ratzinger no era un tradicional). Los capazos de heterodoxia recibidos en el ISCREB y el pontificado de Francisco fueron el medio del que el Señor se valió, me parece, para que comenzara a formarme verdaderamente y a comprender en qué estado se encuentra la Iglesia de Cristo.  

Con el pasar de los años, cada vez me habían ido dejando más perpleja ciertas cosas que ocurren en la Iglesia, incluyendo las enseñanzas que recibimos: las homilías, las hojas dominicales diocesanas, los escritos de la Santa Sede. También el ambiente parroquial, ¿anestesiado? ante lo que progresivamente resulta más evidente: que existe una Iglesia “oficial”, con su alta jerarquía y muchos pastores, así como muchos fieles progresistas (aquí en Cataluña es francamente insoportable) que se está apartando de la fe bimilenaria de la Iglesia. Asistía a Misa diaria de 8 am en la parroquia de un pueblo grande del extra-radio de Barcelona. Antes de comenzar a trabajar, cada mañana leo desde hace años información católica en distintos blogs y, tristemente, he ido hablando cada vez con menos católicos. Con los católicos progresistas catalanistas, ya se entiende por qué. Y con los conservadores, también, aunque de otra manera. Supongo que ya saben a qué me refiero. A un erróneo concepto de obediencia al papa y a la jerarquía y a la sustitución en la Iglesia, como dice el P. Gabriel Calvo Zarraute, de la verdad por la autoridad. La cuestión es que el ser católica es el centro de mi vida; Jesucristo, mi todo, y las afrentas que desde la Iglesia le lanzan me pone enferma.

Desde el principio de mi vuelta a la Iglesia, la liturgia ha sido el centro gravitatorio de mis días: las horas mayores del Breviario, rezadas en latín desde hace unos meses, y la Misa diaria (novus ordo en la parroquia y vetus ordo siempre que me era posible los domingos, en la capital). Con mi vida social reducida a los mínimos de familia y pocos amigos, todo el tiempo que no estoy trabajando o rezando lo invierto en la formación en la fe y en la lectura bíblica. Y así llegué, con los años, a la perplejidad, que viví con dolor como un despertar, como una cada vez más profunda conversión, en aparente paradoja.

La cima de mi perplejidad la alcanzó la constatación de que el problema del modernismo, cuya infiltración en la Iglesia era ya fuerte un siglo antes del Concilio Vaticano II, como dijo John Senior y demuestra Roberto de Mattei en su libro sobre el Concilio (https://infovaticana.com/2018/05/03/la-historia-nunca-escrita-del-concilio-vaticano-ii/), no es solamente la mala interpretación de los textos conciliares, y la aplicación del (mal) “espíritu del Concilio”, sino algunas afirmaciones en los mismos textos del Concilio. Y la descomposición que vemos hoy en todos los ámbitos de la fe, la doctrina y la moral no es más que su consecuencia, sesenta años después.

¿Qué hacer? Según lo veo yo, la Tradición es el camino; mantenerse firmes en la fe; la contrarrevolución. La restauración del orden cristiano. Dice John Senior que la cultura cristiana es todo lo que hemos construido alrededor de la Misa. Porque, en la contrarrevolución y la restauración de la cultura cristiana, la Misa celebrada por el vetus ordo juega un papel fundamental. No es coherente ni llega al quid del asunto la convicción doctrinal en la tradición apostólica si ésta no abarca también la liturgia, la Misa. Porque lex orandi, lex credendi.

Para quienes objeten que hay parroquias que celebran la Misa por el Novus Ordo muy ortodoxas y muy vivas, donde se celebra con solemnidad y que, sobre todo, la Misa es válida; la respuesta, obvia, es que sí, lo es. Pero, lean, descubran las diferencias con la Misa tradicional o tridentina o “de siempre” o celebrada por el vetus ordo, como quieran llamarla; lean sobre las intenciones yacentes tras la reforma litúrgica, y verán, como decía recientemente un joven sacerdote, lo que nos han robado y lo que eso ha significado para la fe católica: que ha sido no sólo adulterada, sino sustituida por otra cosa.

Y no estoy negando ni la fidelidad a la cátedra de Pedro ni, por supuesto, que la Iglesia Católica Apostólica hoy sea la misma Iglesia fundada por Cristo, la única. Reconocerla y resistir los errores es nuestro deber y la manera más consciente de avanzar en nuestra vida hacia la santidad, que es nuestra vocación, con la gracia de Dios.

En los momentos de zozobra y perplejidad, me pasaban por la cabeza ciertas cuestiones: una, la menos optimista (el optimismo no es católico; lo es la esperanza), es el momento eclesial, esta batalla claramente perdida en términos humanos en estos momentos contra el modernismo y todas las herejías que compendia. Dos, que tal vez esto mismo conduzca a una gran purificación en la Iglesia. Que se marchen los que ya no son en realidad católicos, que igualmente ya están fuera y sólo hacen que confundir a los demás. Tres, que el Señor ha vencido al mundo y que viene. Cuatro, que no dejemos de rezar por los buenos y fieles sacerdotes, que son muchos, gracias a Dios, y de pedir al Señor nos envíe más. Y cinco, permanecer; permanecer en la Iglesia Católica Apostólica; orando, formándonos, resistiendo los errores, para caminar hacia la santidad y poder transmitir el gran tesoro de la fe que hemos recibido.

Crecientemente perpleja por el excesivo sentimentalismo y teatralidad de las Misas de mi parroquia de pueblo del extra-radio de Barcelona y por las cada vez más extrañas “enseñanzas de la Iglesia”, comencé a estudiar en conciencia, como decía al principio, sobre temas litúrgicos y sobre la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II. Soy consciente de que la Iglesia Católica Apostólica es la única Iglesia verdadera, la fundada por Cristo, que Él nunca abandonará. Pero desde que comencé a leer sobre esta cuestión, me duele profundamente aprender sobre las motivaciones y la arbitrariedad de los cambios litúrgicos y teológicos perpetrados durante las décadas centrales del siglo XX, porque la horizontalidad del rito, la desacralización y el oscurecimiento del significado de la Misa van de la mano de cambios fundamentales en el ámbito teológico y nos han acabado llevando a la ruina total en la que estamos.

Decía el sacerdote James Mallon en su libro “Una renovación divina” que, cuando un organismo está sano, se desarrolla, crece; mientras que un organismo que no lo hace es porque está enfermo. No hay más que ver los templos católicos, medio vacíos, con presencia mayoritaria de ancianos, con ambientes de tibieza insoportable y muchos lamentables sacerdotes. No tengo nada en contra de los ancianos – faltaría más -, y entiendo que sean mayoría en la Iglesia como reflejo de la sociedad en que vivimos, con una pirámide poblacional invertida. Estos ancianos – ancianas, sobre todo – sostienen la Iglesia. Porque el número de jóvenes es escaso, por muchos experimentos life teen y effetá que se hagan para que los adolescentes y jóvenes no abandonen la Iglesia. Podría decirse que esto es también reflejo de la sociedad en que vivimos, envejecida. Sin embargo, una visita a cualquier templo en que actualmente se celebra la Misa por el vetus ordo no resiste esta explicación: en estos templos no cabe un alfiler, la mayoría de las personas son jóvenes, muchas de ellas familias con niños. Siguiendo con la comparación del P. Mallon, la Iglesia postconciliar, si me permiten la expresión, reflejaría la situación de un organismo enfermo, mientras que la Tradición litúrgica ininterrumpida de la Iglesia refleja la situación de un organismo sano. Está estudiado también que los fieles que asisten a la Misa tradicional viven de manera más profunda su fe y obedecen los mandamientos de Dios y de la Iglesia con mayor fidelidad que los que asisten a Misas novus ordo.

Llegó un momento en que ya no pude más con hojas dominicales sobre el ahorro de agua, los migrantes y el lavatorio de los pies el Jueves Santo a doce mujeres presidiarias; por no hablar de Fiducia Suplicans y el diaconato femenino que, según Specola, hace ya tiempo que está en capilla. Tampoco podía soportar ya a los parroquianos que comulgan con ruedas de molino y con quienes no se puede hablar de nada seriamente católico. Para mi desgracia, por muy consciente que soy de que la Santa Iglesia Católica Apostólica participa de la victoria de Cristo y que las puertas del infierno no podrán contra ella, me podía la situación actual. Que no es solamente actual, sino que viene de lejos. Dietrich von Hildebrand escribió en 1973 un tremendo lamento sobre los cambios radicales que se habían operado en la Iglesia en “La viña devastada”. Von Hildebrand fue un enorme intelectual del siglo XX y un hombre que amó a la Iglesia con todo su ser. En palabras de su esposa, Alice von Hildebrand, “era la trascendente belleza de la verdad lo que había cautivado su corazón y su mente. Una belleza que él encontraba expresada, en su forma más alta posible, en la liturgia viva de la Iglesia y, más centralmente, en el santo Sacrificio de la Misa”. Comprendamos su indignación y tristeza tras la revolución de mediados del siglo XX, que es la misma que podemos experimentar hoy, por amor a Cristo y a Su Iglesia, resumiendo algunos de sus pensamientos en dicha obra. Para von Hildebrand, desde mediados del siglo XX se había consumado la obra activa de destrucción por parte de los enemigos de la Iglesia desde dentro, introduciendo las más flagrantes herejías y blasfemias. Se introducían errores que ya habían sido condenados por la Iglesia en anteriores concilios. El autor deseaba mostrar claramente “el desastre que era que tales graves errores y mediocridad hubieran penetrado en la Iglesia”.

El consuelo que le quedaba era que, ya en los años 1970, la situación estaba siendo reconocida cada vez por un mayor número de católicos, que volvían a la ortodoxia; es decir, a la Tradición. Para von Hildebrand, la creciente oposición a la devastación de la viña del Señor era una especie de amanecer. Así lo vivo yo también, sin haber experimentado personalmente aquellos cambios traumáticos. Para mí, haber descubierto la Tradición viva de la Iglesia Católica es haber descubierto el tesoro escondido del Evangelio, la perla preciosa, por lo que vale la pena venderlo todo, a lo cual todo lo demás queda subordinado, porque es la manera de vivir para Cristo, aspirando a la santidad.

Duele ver cómo la falacia vertida por el Papa Francisco en el documento Traditiones Custodes de que la Misa tradicional atenta contra la unidad de la Iglesia ha calado en algunas mentes. El Papa afirma en ese motu proprio que el novus ordo es la única expresión de la lex orandi de la Iglesia y hay quien se lo cree. Sin embargo, las celebraciones del Camino Neocatecumenal, no atentan contra la unidad de la Iglesia, pero la Misa de siempre, ¿sí? ¿Y qué ocurrirá cuando inventen el rito amazónico? Qué incongruencia y qué falacia. Monseñor Marcel Lefebvre lo resumió de manera inmejorable al rememorar cómo la alta jerarquía eclesial siempre le felicitó por su manera de formar sacerdotes. De la noche a la mañana, haciendo él lo mismo, pasó de ser alabado a ser marginado y perseguido. ¿Quién había cambiado y quién se mantenía en lo que la Iglesia había hecho y dicho siempre? ¿A quién debemos fidelidad en la Iglesia? ¿A los innovadores y rupturistas, o a lo que la Iglesia creyó e hizo siempre?

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