En esta situación de perplejidad en la que me hallé durante años, me situaba frente a los errores que propagan muchos pastores en la postura de “reconocer y resistir” que explica Taylor Marshall en su obra Infiltración: afirma Marshall que “reconocer y resistir es la única postura que se ajusta a la Escritura, la Tradición y responde a nuestra crisis contemporánea (…). Tenemos un papa válido y unos cardenales legítimos, pero hemos recibido el manto de san Atanasio y santa Catalina de Siena para invitar, respetuosa y reverentemente, a algunos padres espirituales a que vuelvan a Cristo y la pureza de la fe apostólica”.
Creo que merece un breve desarrollo este concepto de “reconocer y resistir”
a los jerarcas de la Iglesia que se han alejado de lo que ésta ha enseñado
siempre, puesto que la obediencia es una de las virtudes fundamentales del
cristiano y esto nos puede acarrear serios problemas de conciencia. Para orar y
reflexionar seriamente sobre esta cuestión me está resultando de gran ayuda el
libro de Roberto de Mattei “Amor por
el Papado y resistencia filial al Papa en la historia de la Iglesia”, publicado
en 2019 y que consiste en una compilación de artículos de este gran historiador
católico, escritos originalmente en italiano. En la presentación que realiza la
editorial, podemos leer que “en este libro, Roberto de Mattei nos dirige a
través de siglos de historia de la Iglesia mostrando tanto las sabias como
desastrosas decisiones de papas y concilios”. Los distintos artículos muestran
cómo diversos papas han errado en actos políticos, pastorales e incluso
magisteriales, y la resistencia de los fieles a tales actos es un deber y causa
de beneficio para otros fieles. El libro abre con un artículo absolutamente
iluminador, titulado “El espíritu de
Resistencia y Amor por la Iglesia”, publicado originalmente en Corrispondenza Romana el 7 de febrero de
2018, que pueden encontrar aquí en español.
De Mattei se propone esclarecer cuál debería ser la actitud correcta de los católicos en esta hora de
crisis, de prueba, en que, como en otros momentos históricos, las tormentas
más terribles vienen desde dentro de la Iglesia. Somos un rebaño desorientado
ante prácticamente un siglo de cambios radicales y ruptura con la Tradición. Para
ello cita las palabras del P. Roger Calmel, quien afirmó en los 1960s que “nuestra
resistencia cristiana como sacerdotes o como laicos, resistencia dolorosísima
porque nos obliga a decirle que no al propio Papa (…); resistencia respetuosa
pero irreductible, está dictada por el principio de una fidelidad total a la
Iglesia siempre viviente; o, dicho de otra manera, del principio de la fidelidad viviente al desarrollo de la Iglesia”.
La resistencia a los errores no es desobediencia. Es por amor a la
Iglesia y es amor y fidelidad a la Iglesia y a Cristo, para transmitir intacto
a las siguientes generaciones, como es nuestra obligación, el depósito de la fe
que la Iglesia ha transmitido durante siglos. Porque es la Verdad.
Consciente de mi sufrimiento por la situación de la
Iglesia, un gran amigo sacerdote me recomendó hace unos años el libro del Dr.
Peter Kwasniewski “Resurgimiento en medio de la crisis: sagrada liturgia, Misa
tradicional y renovación en la Iglesia”. Mi amigo sacerdote sabía que mi vuelta
a la Iglesia Católica años atrás había ido de la mano del papa Benedicto XVI,
básicamente por su defensa de la verdad, su profundidad teológica y su denuncia
de la deriva de Occidente.
También sabía que yo no sólo no entendía bien lo que
significaba Summorum Pontificum, sino que no estaba dando a la liturgia la
consideración central que posee, a pesar de que yo pensaba que la Misa era el
centro de mi vida. Este amigo sacerdote sabía que leería el libro de
Kwasniewski porque me interesa la historia de la Iglesia y porque lo primero
que puede leerse en la obra es la dedicatoria a S.S: el Papa Emérito Benedicto
XVI, “por habernos enseñado, con su palabra y su ejemplo, el espíritu de la liturgia,
y por haber promovido la recuperación de nuestro patrimonio hereditario”.
La lectura de esta obra fue uno de los momentos
importantes en mi camino hacia la Tradición de la Iglesia, tanto doctrinal como
litúrgica, por el descubrimiento que supuso. De Benedicto XVI, dice Peter K
(como le llama mi amiga NSF para simplificar, debido a su impronunciable
apellido) que Joseph Ratzinger participó vigorosamente en el Concilio Vaticano
II y que, “aunque en un principio sus simpatías se inclinaron hacia el sector
liberal, lamentó posteriormente el modo como las enseñanzas del Concilio fueron
manipuladas y distorsionadas por el espíritu, antinómico, de un Concilio
´virtual´ o ´mediático´. Y pidió, acertadamente, como lo hubiera hecho
cualquier católico, que el Concilio fuera leído según una ´hermenéutica de la
continuidad´ con todo lo que tuvo lugar antes de él y con las aclaraciones
hechas posteriormente. De acuerdo con el papel esencialmente protector –
continúa Kwasniewski-, propio del oficio papal, Benedicto XVI procuró
rectificar algunas, o muchas, de las cosas que se hicieron mal en las últimas
décadas”.
Desde entonces, he seguido de cerca a Peter K y he
aprendido mucho de él sobre la Tradición litúrgica. Incluyendo su propio camino
personal – es un hombre que no ha cumplido aún los cincuenta años-, a medida
que ha seguido investigando, y que se ve reflejado en un libro posterior, “El
rito romano de ayer y del futuro. El regreso a la liturgia latina tradicional
tras setenta años de exilio”, publicado en 2023. El núcleo de esta obra es una
serie de conferencias y artículos escritos alrededor del quincuagésimo
aniversario de la promulgación y entrada en vigor del Novus Ordo Missae en
1969. Es decir, es una obra rumiada a lo largo de cuatro años, en los que el autor
no cesa de investigar sobre la liturgia. En este momento, el autor parece haber
alcanzado, tras años de estudio, una visión matizada de lo que expresaba en la
anterior obra mencionada, que había sido publicada en 2014. En esta segunda
obra, más reciente, Peter K quiere “demostrar que, de hecho, existe sólo un
rito romano, y que éste no es el Novus Ordo; o, dicho de otra forma, que el
Novus Ordo no es parte del rito romano, sino otro rito enteramente diferente”.
Al considerar que el Novus Ordo Missae constituye una ruptura con los elementos
fundamentales de todas las liturgias de origen apostólico y que, en
consecuencia, viola la solemne obligación de la Iglesia de recibir, atesorar,
conservar y transmitir los frutos del desarrollo litúrgico”.
Sobre esta cuestión, por una parte, explica
Kwasniewski que no está aportando novedades: ya Klaus Gamber planteó que el
nuevo rito no podía ser llamado “ritus romanus”, sino que debía llamarse “ritus
modernus”. Y muchos otros plantearon el tema de igual manera, como Michael
Davies, Bryan Houghton, Roger-Thomas Calmel, Raymond Dulac y Anthony Cekada,
entre otros. En la misma línea habría ido el Breve Examen Crítico del Ordo
Missae de los cardenales Bacci y Ottaviani. Y vuelve entonces a hablar sobre
Joseph Ratzinger con las siguientes palabras: “Joseph Ratzinger escogió, diplomáticamente, una forma diversa de expresarse,
pero muchas de las cosas que escribió antes de convertirse en papa se acercan
muchísimo a la fórmula de Gamber”.
Completa esta afirmación con una nota al pie en que
podemos leer lo siguiente: “Fueron los escritos de Ratzinger lo que por primera
vez me hicieron maravillarme ante el misterio de la liturgia y despertaron en
mí el deseo de comprender qué es lo que le ha acontecido en nuestra época, así
como el celo por recuperar lo que se perdió. Ratzinger me inició en el camino
que empezó con ´las verdaderas intenciones del Vaticano II´, siguió con la
Reforma de la Reforma, se detuvo brevemente en aquello del ´mutuo
enriquecimiento´ de las ´dos formas´ y, finalmente, giró hacia un
tradicionalismo sin atenuantes (o restauracionismo, si se prefiere). Por
cierto, en esta última etapa del camino, dejé atrás a Ratzinger, quien parece
haberse quedado en la tercera etapa. Pero nunca dejaré de agradecerle el haber encendido
en mi alma un tremendo entusiasmo, y por haberme acompañado en el camino con
sus magníficas intuiciones”.
Es decir, y aquí está el quid de la cuestión:
Kwasniewski explica su propio camino en cuatro fases: 1) las “verdaderas
intenciones” del Concilio Vaticano II, 2) la reforma de la Reforma, 3) el mutuo
enriquecimiento de las dos formas y 4) el giro hacia un tradicionalismo sin
atenuantes (o restauracionismo). Sería esta cuarta fase del camino la que, como
dice el autor, le separó de Benedicto, porque el papa se había quedado en la
fase tres; y lo que Benedicto XVI consideraba dos formas (ordinaria y
extraordinaria) de celebrar un mismo rito, Kwasniewski lo considera dos ritos
distintos: uno, el novus ordo, en ruptura con toda la Tradición del anterior,
el vetus ordo o Misa de siempre.
El caso es que Joseph Ratzinger, como teólogo y como
papa, ha sido un personaje incómodo para casi todos: para los progresistas en
primer lugar, que se rasgaron las vestiduras cuando fue nombrado papa (“el día
más triste de mi vida”, dijo el obispo Casaldáliga), porque era un
“conservador” que iba a seguir la línea de su predecesor; como para los
tradicionalistas, que lo consideran un modernista sin paliativos y uno de los
grandes responsables de lo que ocurrió en el Concilio Vaticano II. Respecto a
los conservadores, no sé muy bien cómo consideraron el papado de Benedicto.
Creo que celebraron la continuidad con Juan Pablo II y su defensa de los
principios no negociables; pero en la cuestión litúrgica, parece que la mayoría
de institutos y movimientos conservadores decidieron ponerse de lado, ignorar o
directamente no obedecer Summorum Pontificum; porque en algunos de ellos se
prohibió la celebración pública de la Misa Tradicional. La obediencia a prueba
de bomba de los conservadores al papa topó aquí con el tema tabú por
excelencia: la Misa vetus ordo.
Recordemos, como decía Peter K, que Joseph Ratzinger
había participado en el Concilio Vaticano II cuando contaba solamente 35 años
como perito del Cardenal Josef Fringgs de Colonia, Alemania, y era considerado
uno de los teólogos progresistas. Veremos lo que él mismo dice sobre aquellos
acontecimientos. Y cómo llegó, cuarenta y dos años después de la conclusión del
Vaticano II, a emitir un motu proprio que le ganó aún más enemigos de los que
ya tenía, en el que liberalizaba la celebración de la Misa tradicional,
afirmando que nunca había sido prohibida y que nunca podría ser prohibida, y
que es seguramente el principal legado de su pontificado. Con el paso de los
años, tras finalizar el Concilio, Ratzinger, amigo personal de von Balthasar,
de Lubac, se dice que discípulo de Rahner, había sido acusado por el infame
Hans Küng de ser algo así como un traidor a la causa progresista. Ratzinger,
por su parte, siempre afirmó que él no había cambiado, sino que habían cambiado
los demás. Pero en un vídeo del canal “Conoce, ama y vive tu fe”, de Luis Román, el
P. Charles Murr, en conversación con Mons. Isidro Puente, realizaba una muy
interesante afirmación: que Joseph
Ratzinger había vivido una conversión desde el progresismo al ser nombrado
en 1977 obispo de Múnich y pasar de vivir en una burbuja intelectual a vivir la
realidad de una diócesis.
Para mí, que sé poco
de teología y poco también de liturgia (ya les dije que estudié Ciencias
Religiosas en el ISCREB de Barcelona), pero que volví a la Iglesia Católica
leyendo a Joseph Ratzinger y, sobre todo, tras su elección como sucesor de
Pedro en 2005, Benedicto XVI fue sobre todo un hombre de profunda fe y un
hombre honesto, que efectivamente vivió una evolución en su pensamiento sobre
lo que aconteció en el Concilio Vaticano II y la posterior reforma litúrgica y
que no dudó en expresarlo con palabras muy claras.
En el libro-entrevista
de Vittorio Messori al cardenal Joseph Ratzinger “Informe sobre la fe”,
aparecido en el año 1985 y que tantísimo revuelo levantó entre el progresismo
eclesial, Ratzinger defendía su postura de que el Vaticano II “estaba en la más
estricta continuidad tanto con el Vaticano I como el Concilio de Trento” y que
estaba sostenido por la misma autoridad, el papa y el colegio de los obispos en
comunión con él. Para el teólogo alemán, “no son el Vaticano II y sus
documentos lo que es problemático”, sino las interpretaciones de los
documentos, que han llevado a muchos abusos en el periodo postconciliar.
Ratzinger afirmaba ya entonces cómo “a pesar de buscar la unidad, se había
llegado a un disenso que – en palabras de Pablo VI – había pasado de la
auto-crítica a la auto-destrucción”. Y decía también que “una reforma verdadera
de la Iglesia presupone un rechazo inequívoco de los caminos erróneos cuyas
catastróficas consecuencias eran ya incontestables” en los años 1980s. El
entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe mantenía en ese
momento lo que siguió afirmando hasta el final de su vida: que “defender la
verdadera tradición de la Iglesia hoy significa defender el Concilio Vaticano
II (…), pues existe una continuidad que no permite un retorno al pasado ni un
vuelo hacia adelante. Para Ratzinger, no puede hablarse de una Iglesia
“pre-conciliar” y una “post-conciliar”, pues no habría ruptura, sino
continuidad.
Sobre la reforma de la liturgia que siguió al
Concilio, el Cardenal Ratzinger afirmaba con contundencia cómo no se trata de
una cuestión periférica en la Iglesia, sino que la liturgia es el centro mismo
de la Iglesia, y que distintas concepciones sobre la liturgia implican
distintas concepciones sobre la Iglesia, Dios y el hombre. Y recordaba cómo ya
en 1975 había escrito sobre la degradación litúrgica, su banalización y la
falta de calidad artística en la música, ornamentos y arquitectura. Afirma el
cardenal que muchos de quienes a mediados de los 1970s se mostraron contrarios
a sus palabras, diez años después estaban totalmente de acuerdo con él. En el
momento en que se realizó la entrevista que daría como resultado el “Informe
sobre la fe” hacía poco tiempo que se había publicado la decisión de san Juan
Pablo II, firmada el 3 de octubre de 1984, sobre el “indulto” permitiendo a
sacerdotes celebrar la Misa de acuerdo al misal de 1962. El indulto implicaba
que quienes lo recibían aceptaban el Misal de Pablo VI y celebrarían en templos
nombrados por los obispos diocesanos, y no en parroquias. En ese momento,
Ratzinger veía el indulto como un “pluralismo legítimo” y no como una
“restauración” a una Iglesia preconciliar, concepto que negaba.
Si bien, como Kwasniewski, no comparto el parecer de
Ratzinger en cuanto a la continuidad o ruptura que supuso el Concilio Vaticano
II, las palabras de Ratzinger sobre la liturgia son tan luminosas que merecen
ser citadas literalmente: el cardenal afirmaba que “lo que necesitaba ser
descubierto de una manera completamente nueva era el carácter dado, no arbitrario, constante e inquebrantable del culto
litúrgico (…). La liturgia no es un espectáculo que requiera productores
brillantes y actores talentosos. La vida de la liturgia no consiste en
agradables sorpresas e ideas atractivas, sino en repeticiones solemnes. No puede ser expresión de lo que es
transitorio, porque expresa el Misterio
de lo sagrado. Muchas personas han dicho que la liturgia debe ser “hecha”
por la comunidad entera si debe pertenecerles. Tal actitud ha llevado a que se
mida el “éxito” de la liturgia por su efecto y el nivel de entretenimiento. Eso
es perder de vista lo que es distintivo de la liturgia, que no viene de lo que
nosotros hacemos sino del hecho de que algo está ocurriendo ahí que todos
nosotros juntos no podemos “hacer”. En la liturgia hay un poder, una energía en
acción que ni siquiera la Iglesia puede generar: lo que manifiesta es lo
Totalmente Otro, viniendo a nosotros a través de la comunidad (que es por tanto
no soberana sino sierva, puramente instrumental). La liturgia, para los
católicos, es el hogar común, la fuente de su identidad. Y otra razón por la
que debe ser “dada” y “constante” es que, por medio del ritual, manifiesta la
santidad de Dios. La revuelta contra lo que ha sido descrito como “la antigua
rigidez rubricista” ha convertido a la liturgia en un conjunto de retazos de
estilo “hazlo tú mismo” y la ha trivializando, adaptándola a nuestra
mediocridad. Por eso no puede abandonarse la solemnidad en la celebración
litúrgica, porque “en la solemnidad del culto, la Iglesia expresa la gloria de
Dios, el gozo de la fe, la victoria de la verdad y la luz sobre el error y la
oscuridad”.
Ratzinger se lamenta de la pavorosa pobreza que
acompaña el abandono de la belleza en los templos y la liturgia y se sustituye
por el utilitarismo. “La experiencia ha demostrado – afirma – que el refugio en
la inteligibilidad para todos tomado como único criterio, no convierte a la
liturgia en algo que se entienda más, sino que la empobrece. “Liturgia
´sencilla´ no significa liturgia pobre o barata: existe la simpleza de lo banal
y la sencillez que viene de la riqueza espiritual, cultural el histórica”. El cambio en la liturgia implica además
prácticamente un cambio antropológico. Para el cardenal, la belleza humaniza y,
por tanto, “si la Iglesia ha de continuar transformando y humanizando el mundo,
no puede prescindir de la belleza en la liturgia, esa belleza en tan íntima
relación con el resplandor de la Resurrección.
Solamente leyendo estas palabras dichas por Joseph
Ratzinger hace cuarenta años y observando la trayectoria de la Iglesia Católica
después del Concilio Vaticano II, parece un milagro que Ratzinger, que pasó de
ser considerado un progresista a ser visto como un radical reaccionario, fuese
elegido Papa en el cónclave de 2005.
En el último año y
medio, la profundización en la cuestión litúrgica y los desvaríos extremos de
los pastores de la Iglesia, que tanto dolor me causaron y me causan, me
condujeron a una situación comparable al momento en que un velo que impide ver
cae de los ojos, como decía Aldo María Valli en el interesantísimo
libro-diálogo con el profesor Eugenio Porfiri “Uprooted” (“Desarraigados”).
Natalia Sanmartín considera el descubrimiento e inmersión en la liturgia y la
doctrina tradicional de la Iglesia “como una segunda conversión”. Así de profundo es y así de transformador.
Por eso, ya no me
considero una católica perpleja, sino ex perpleja. La perplejidad procede de no
comprender, y creo que ahora voy comprendiendo, aunque el camino esté recién
iniciado. Ya no asisto, si puedo, a Misa novus ordo en la parroquia de mi
pueblo. Hace meses que los domingos solamente asisto a Misa celebrada por el
vetus ordo y también lo hago en todas las demás ocasiones que me resulta
posible.
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