(Jn 6, 68-69)
Me pareció importante comenzar esta especie de columna de opinión trazando una presentación de mi trayectoria como católica, que es lo que he pretendido en las tres entregas anteriores, porque estoy muy de acuerdo con lo que nos decía siempre un profesor universitario: que, ante la pretendida “neutralidad” u “objetividad” desde la que con la mejor voluntad estuviéramos dispuestos a abordar cualquier asunto, siempre estamos condicionados; así que lo más honesto es comenzar apuntando desde dónde uno habla.
En mi caso, una mujer conversa, seglar, más cerca de los cuarenta que de los treinta años. Intento formarme, pero de manera no sistemática (aparte de los nefastos estudios en el ISCREB), así que de antemano pido disculpas porque, habiendo personas mucho más cualificadas para analizar y explicar las distintas situaciones que encontramos en la Iglesia, yo tan sólo pretendo aportar mi visión, que intento que se funde sólidamente sobre la sana doctrina, pero en la que hay errores, imprecisiones, lagunas de formación, ingenuidades unas veces y otras, pasión desmedida de converso. Y les agradezco a todos quienes invierten algo de su tiempo en leer estos textos y en aportar comentarios que entablan diálogos fructíferos.¿Cuál es la cuestión? Creo que la resume bien la respuesta
que dio un apologeta católico, después de impartir una charla, en USA, a una
pregunta de una persona del público sobre si, en el supuesto de que pudiera
demostrarse que no era verdad lo que decía la Iglesia Católica, dejaría de
creer. Él respondió que, en el caso de que se demostrara que el catolicismo no
era la verdad absoluta, siempre válida, eterna, inmutable, dejaría de creer. Porque
ésa es la cuestión: la verdad. Sobre el hombre, sobre Dios, sobre el sentido de
la vida.
En nuestras relaciones cotidianas, en televisión, en el
tipo de literatura que se publica, es fácil constatar lo confundidas y perdidas
que están las personas, abrazando las causas más irracionales y contrarias a la
ley natural. Joseph Ratzinger explicaba en unos sermones cuaresmales en la
catedral de Múnich en 1981, donde era Arzobispo, recogidos en el libro Creación y Pecado, que “la humanidad
sufre una honda desorientación respecto del sentido de las cosas y de la propia
existencia del hombre, a través de la ignorancia o el olvido de la profunda
verdad del mundo creado de ser un don amoroso hecho al hombre por Dios creador,
en el que se contiene una enseñanza sobre el Amor y la sabiduría creadora (…).
La profunda desesperación de la humanidad de hoy”. Y realizaba una
interesantísima observación: “y permanece al tiempo una silenciosa convicción
de la necesidad de una alternativa; y quizás se dé también, más de lo
que pensamos, una silenciosa esperanza de que un cristianismo renovado pudiera
ser dicha alternativa”. No estoy muy segura de que, cuarenta años después,
exista una “silenciosa esperanza de un cristianismo renovado”, pues nos
encontramos no sólo ante la hostilidad sino, sobre todo, ante la indiferencia
respecto de la existencia de Dios. Pero sí es incontestable que la única
alternativa al mundo que cambia es la Iglesia Católica, por la Verdad de que es
portadora y anunciadora.
Recientemente, Aldobrando Vals, en una magnífica reseña
en la revista Cristiandad se refería
a las observaciones de Robert Lazu Kmita en The
European Conservative sobre unas reflexiones de la pensadora judía Hannah
Arendt al respecto de la desaparición de la autoridad. En la reseña podemos
leer frases tales como que “la autoridad, según Hannah Arendt, está
necesariamente relacionada con otros dos valores cardinales: la religión y la
tradición, “trinidad” que representa la herencia recibida por la Iglesia
Católica de tradición romana (…). Hasta ahora – continúa – sólo una institución
con auténtica autoridad ha logrado sobrevivir a los embates de la era moderna,
la Iglesia Católica (…); sin el restablecimiento de las convicciones
inmutables, eternas y reveladas de la tradición cristiana en el alma de los
ciudadanos de hoy” no puede hacerse frente a la decadencia de la civilización occidental
(Cristiandad, año LXXX – núm. 1107. Octubre 2023).
Así pues, la Iglesia Católica debería ser la firme, la
única alternativa a las modas culturales cambiantes, algunas de ellas
aberrantes; estandarte de la verdad del hombre y de Dios. Pero, en su estado
actual, y ya desde hace décadas, ¿lo es? Javier Barraycoa comienza el prólogo a
De Roma a Berlín (vol I). La
protestantización de la Iglesia Católica, del P. Gabriel Calvo Zarraute,
diciendo: “Escribía Max Weber, en su clásico La ética protestante y el espíritu
del capitalismo (1905), que el mundo protestante se había transformado tanto
(…). Por el contrario, afirmaba, cualquier católico de principios del siglo XX
fácilmente se identificaría en los ritos, moral y costumbres de los católicos de
hace cuatro siglos. Esta premisa, ya en siglo XXI, queda puesta en duda, al
menos en su exterioridad formal”. A este respecto, imaginemos las diversas
situaciones en que puede encontrarse una persona que llega un día a un templo
católico, sin saber qué busca, pero en búsqueda. Sin duda, en este ejercicio de
imaginación nos quedará un fresco muy reduccionista, fruto de experiencias
personales en mis viajes laborales a ciudades españolas y de diversos países
europeos e iberoamericanos, en los que, siempre que me es posible, asisto a
Misa. Si esta persona en búsqueda entra en un templo cuando se celebra Misa,
puede encontrarse en una parroquia neoconservadora urbana, con una Misa
celebrada sobria y dignamente, con asistencia numerosa de personas de diversas
edades (situación típica de zonas bienestantes); o puede encontrarse una
capilla del Santísimo medio a oscuras, con cuatro ancianas, donde celebra un
sacerdote con la prisa propia de que se hubiera desatado un incendio o, no sé
si es peor, un sacerdote graciosillo y creativo.
En todas estas situaciones Cristo se hace presente en la celebración válida de
una Misa. Así que, digamos, esta persona, en cualquiera de estas realidades,
comienza a interesarse por la “vida” de la parroquia, para participar. Puede
encontrarse desde un templo cerrado al margen de las horas de Misa, sin
confesiones y sin más actividad que la catequesis infantil, puede encontrarse
parroquias en las que un grupo clericalizado
de fieles controla todo y no es precisamente muy acogedor; o puede encontrarse
con una vibrante parroquia donde se realizan retiros de Emaús y Effetá;
abarcando variedad de situaciones, desde la soledad absoluta al emotivismo y
sentimentalismo exaltados de cierto tipo de retiros y grupos. Por una parte,
“nada más” que la Misa en algunas parroquias, muchas veces mal celebrada; por
otra, tanta actividad que uno es incapaz de ver que la Misa es la “fuente y
cima de la vida cristiana”. Y existen gran variedad de posibilidades y personas
que perseveran en la fe gracias a situaciones y personas que encuentran en las
parroquias; buenos sacerdotes, seglares que ayudan… Pero también es cierto que
muchas otras personas desertan, porque no han podido ver el tesoro escondido
por el que vale la pena venderlo y dejarlo todo, en el único lugar que podía
mostrárselo, la Iglesia Católica.
Y produce mucha tristeza y perplejidad observar la confusión
en una Iglesia que parece correr tras el mundo no para convertirlo y salvar
ánimas, sino para hacerse simpática o, como mínimo, acomodaticia; para no
provocar, no molestar, no censurar; y que, en los peores casos, pareciera estar
lista hasta para llevar de la mano al infierno a algunos pobres incautos que
creen que en la Iglesia sólo van a encontrar la verdad que ésta debiera
proclamar y no son conscientes de las acciones del Maligno por medio de
personas dentro de la Iglesia. Por eso decía Joseph Ratzinger en su conferencia
“¿Por qué permanezco en la Iglesia?”, que existe un dolor en muchas personas,
que esperan de la Iglesia la esperanza que sólo ella puede dar. Porque uno
espera recibir de la Iglesia la enseñanza para alcanzar la santidad y la
estabilidad de la verdad. La roca. Pero a menudo encuentra rebajas,
concesiones, falsificaciones. Y así no atrae a los de fuera, como es el mandato
del Señor (Mt 28, 19), no es la realidad humana y sobrenatural contracultural
que debiera ser, y confunde a los de dentro quienes, desorientados, nos
preguntamos “¿a dónde iremos?”, si sólo Cristo tiene palabras de vida eterna y
ésta es Su Iglesia. No podemos ir a otro sitio. La Iglesia Católica es el lugar. Pero multitud de personas en
la Iglesia hoy han sustituido las palabras de vida eterna de Jesucristo por
palabras de las modas del mundo. Inestables, variables y, para escándalo de
todos, contrarias en algunos casos a la Tradición, la Escritura y el Magisterio
bimilenario.
El Arzobispo de Split France Franić, en la segunda sesión del ConcilioVaticano II, en 1963, se preguntaba “cómo podemos combatir como buenos soldados
de Cristo si, además de la caridad y de otras virtudes, no cultivamos también
en nosotros, en nuestros sacerdotes y en nuestros fieles la virtud de la
resistencia ante el mundo maligno y ateo” (citado por Roberto de Mattei, p. 260).
Ante esta situación, la respuesta es la misma: “Sólo tú
tienes palabras de vida eterna”. Y la Iglesia nos ofrece a todos la sana doctrina,
la fe y la moral, un patrimonio seguro y fiel de dos mil años en el que podemos
confiar. Pero estemos vigilantes. No nos dejemos confundir por el espíritu del
mundo en la Iglesia. Busquemos buenos pastores, buenas parroquias, leamos
documentos de hace años, décadas, siglos: Magisterio (encíclicas, cartas),
antiguos catecismos, devocionarios y misalitos que explican de manera bien
clara los fundamentos de la fe y la vida cristiana; incluso traducciones de la
Biblia del siglo XIX o principios del XX, aunque nos cueste un poco, porque las
traducciones son más fieles al sentido original. Tenemos dos mil años de
enseñanza. Y tenemos, gracias a Dios, y sé que muchos no estarán de acuerdo, la
Misa celebrada por el vetus ordo, el ritus romanus, en palabras de Klaus
Gamber, tesoro de siglos de culto y de fe. Me gustaría en próximas entregas
comparar, de manera no sistemática y mucho menos exhaustiva, aspectos del vetus y el novus ordo que condicionan nuestra fe y nuestra vida cristiana
desde perspectivas muy diversas. Recuerdo la primera vez que asistí a una Misa
en la que la comunión se tomaba en un comulgatorio (o baranda comulgatoria) a
lo ancho del presbiterio. Era en la parroquia San Matías en Berlín. Misa
celebrada por el novus ordo. Los
fieles, silenciosos, recogidos, arrodillados, esperando suplicantes el Cuerpo
de Cristo sin el cual no tenemos vida. Fue un recordatorio tal de la grandeza
de la Eucaristía que me hizo pensar mucho sobre lo que significaba comulgar
para mí.
Sufrimos, pero tenemos esperanza, porque Cristo nos
prometió que “las puertas del infierno no prevalecerán” contra Su Iglesia (Mt
16, 18).
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