martes, 3 de septiembre de 2024

Benedicto XVI / Joseph Ratzinger: el Concilio Vaticano II y la reforma litúrgica


 Un gran amigo sacerdote me recomendó hace unos años el libro del Dr. Peter Kwasniewski “Resurgimiento en medio de la crisis: sagrada liturgia, Misa tradicional y renovación en la Iglesia”. Mi amigo sacerdote sabía que mi vuelta a la Iglesia Católica años atrás había ido de la mano del papa Benedicto XVI, básicamente por su defensa de la verdad, su profundidad teológica y su denuncia de la deriva de Occidente. 

También sabía que yo no sólo no entendía bien lo que significaba Summorum Pontificum, sino que no estaba dando a la liturgia la consideración central que posee, y que leería el libro de Kwasniewski porque me interesa la historia de la Iglesia y porque lo primero que puede leerse en la obra es la dedicatoria a S.S: el Papa Emérito Benedicto XVI, “por habernos enseñado, con su palabra y su ejemplo, el espíritu de la liturgia, y por haber promovido la recuperación de nuestro patrimonio hereditario”.

La lectura de esta obra fue uno de los momentos importantes en mi camino hacia la Tradición de la Iglesia, tanto doctrinal como litúrgica, por el descubrimiento que supuso. De Benedicto XVI, dice Peter K (como le llama mi amiga NSF para simplificar, debido a su impronunciable apellido) que Joseph Ratzinger participó vigorosamente en el Concilio Vaticano II y que, “aunque en un principio sus simpatías se inclinaron hacia el sector liberal, lamentó posteriormente el modo como las enseñanzas del Concilio fueron manipuladas y distorsionadas por el espíritu, antinómico, de un Concilio ´virtual´ o ´mediático´. Y pidió, acertadamente, como lo hubiera hecho cualquier católico, que el Concilio fuera leído según una ´hermenéutica de la continuidad´ con todo lo que tuvo lugar antes de él y con las aclaraciones hechas posteriormente. De acuerdo con el papel esencialmente protector – continúa Kwasniewski-, propio del oficio papal, Benedicto XVI procuró rectificar algunas, o muchas, de las cosas que se hicieron mal en las últimas décadas”. 

Desde entonces, he seguido de cerca a Peter K y he aprendido mucho de él sobre la Tradición litúrgica. Incluyendo su propio camino personal – es un hombre que no ha cumplido aún los cincuenta años-, a medida que ha seguido investigando, y que se ve reflejado en un libro posterior, “El rito romano de ayer y del futuro. El regreso a la liturgia latina tradicional tras setenta años de exilio”, publicado en 2023. El núcleo de esta obra es una serie de conferencias y artículos escritos alrededor del quincuagésimo aniversario de la promulgación y entrada en vigor del Novus Ordo Missae en 1969. Es decir, es una obra rumiada a lo largo de cuatro años, en los que el autor no cesa de investigar sobre la liturgia. En este momento, el autor parece haber alcanzado, tras años de estudio, una visión matizada de lo que expresaba en la anterior obra mencionada, que había sido publicada en 2014. En esta segunda obra, más reciente, Peter K quiere “demostrar que, de hecho, existe sólo un rito romano, y que éste no es el Novus Ordo; o, dicho de otra forma, que el Novus Ordo no es parte del rito romano, sino otro rito enteramente diferente”. Al considerar que el Novus Ordo Missae constituye una ruptura con los elementos fundamentales de todas las liturgias de origen apostólico y que, en consecuencia, viola la solemne obligación de la Iglesia de recibir, atesorar, conservar y transmitir los frutos del desarrollo litúrgico”.  

Sobre esta cuestión, por una parte, explica Kwasniewski que no está aportando novedades: ya Klaus Gamber planteó que el nuevo rito no podía ser llamado “ritus romanus”, sino que debía llamarse “ritus modernus”. Y muchos otros plantearon el tema de igual manera, como Michael Davies, Bryan Houghton, Roger-Thomas Calmel, Raymond Dulac y Anthony Cekada, entre otros. En la misma línea habría ido el Breve Examen Crítico del Ordo Missae de los cardenales Bacci y Ottaviani. Y vuelve entonces a hablar sobre Joseph Ratzinger con las siguientes palabras: “Joseph Ratzinger escogió, diplomáticamente, una forma diversa de expresarse, pero muchas de las cosas que escribió antes de convertirse en papa se acercan muchísimo a la fórmula de Gamber”. 

Completa esta afirmación con una nota al pie en que podemos leer lo siguiente: “Fueron los escritos de Ratzinger lo que por primera vez me hicieron maravillarme ante el misterio de la liturgia y despertaron en mí el deseo de comprender qué es lo que le ha acontecido en nuestra época, así como el celo por recuperar lo que se perdió. Ratzinger me inició en el camino que empezó con ´las verdaderas intenciones del Vaticano II´, siguió con la Reforma de la Reforma, se detuvo brevemente en aquello del ´mutuo enriquecimiento´ de las ´dos formas´ y, finalmente, giró hacia un tradicionalismo sin atenuantes (o restauracionismo, si se prefiere). Por cierto, en esta última etapa del camino, dejé atrás a Ratzinger, quien parece haberse quedado en la tercera etapa. Pero nunca dejaré de agradecerle el haber encendido en mi alma un tremendo entusiasmo, y por haberme acompañado en el camino con sus magníficas intuiciones”. 

Es decir, y aquí está el quid de la cuestión: Kwasniewski explica su propio camino en cuatro fases: 1) las “verdaderas intenciones” del Concilio Vaticano II, 2) la reforma de la Reforma, 3) el mutuo enriquecimiento de las dos formas y 4) el giro hacia un tradicionalismo sin atenuantes (o restauracionismo). Sería esta cuarta fase del camino la que, como dice el autor, le separó de Benedicto, porque el papa se había quedado en la fase tres; y lo que Benedicto XVI consideraba dos formas (ordinaria y extraordinaria) de celebrar un mismo rito, Kwasniewski lo considera dos ritos distintos: uno, el novus ordo, en ruptura con toda la Tradición del anterior, el vetus ordo o Misa de siempre.

El caso es que Joseph Ratzinger, como teólogo y como papa, ha sido un personaje incómodo para casi todos: para los progresistas en primer lugar, que se rasgaron las vestiduras cuando fue nombrado papa (“el día más triste de mi vida”, dijo el obispo Casaldáliga), porque era un “conservador” que iba a seguir la línea de su predecesor; como para los tradicionalistas, que lo consideran un modernista sin paliativos y uno de los grandes responsables de lo que ocurrió en el Concilio Vaticano II. Respecto a los conservadores, no sé muy bien cómo consideraron el papado de Benedicto. Creo que celebraron la continuidad con Juan Pablo II y su defensa de los principios no negociables; pero en la cuestión litúrgica, parece que la mayoría de institutos y movimientos conservadores decidieron ponerse de lado, ignorar o directamente no obedecer Summorum Pontificum; porque en algunos de ellos se prohibió la celebración pública de la Misa Tradicional. La obediencia a prueba de bomba de los conservadores al papa topó aquí con el tema tabú por excelencia: la Misa vetus ordo. De esto será interesante hablar otro día. 

Tengo la sensación de que se trata de un tema que necesitaría mayor investigación, dado que la aportación de Ratzinger / Benedicto XVI a la rehabilitación de la Misa tradicional no se suele encontrar entre los trabajos del gran número de estudiosos de la vida y la obra del papa alemán. Así que me gustaría hacer una muy humilde aportación, repasando brevemente de dónde venía Ratzinger y su evolución únicamente en la cuestión litúrgica y su consideración sobre el Concilio Vaticano II, centrándome hoy en una obra muy conocida, “Informe sobre la fe”, aparecido en 1985; y continuar la próxima semana con la misma idea de dejarle hablar a él mismo, a través de su autobiografía, “Mi vida”, publicado en 1997 y que abarca desde su año de nacimiento (1927) hasta su nombramiento como arzobispo de Múnich y Frisinga (1977); y rescatando citas en obras que ha prologado o a las que ha contribuido de diversas maneras y que son mucho menos conocidas que estos dos libros. 

Recordemos, como decía Peter K, que Joseph Ratzinger había participado en el Concilio Vaticano II cuando contaba solamente 35 años como perito del Cardenal Josef Fringgs de Colonia, Alemania, y era considerado uno de los teólogos progresistas. Veremos lo que él mismo dice sobre aquellos acontecimientos. Y cómo llegó, cuarenta y dos años después de la conclusión del Vaticano II, a emitir un motu proprio que le ganó aún más enemigos de los que ya tenía, en el que liberalizaba la celebración de la Misa tradicional, afirmando que nunca había sido prohibida y que nunca podría ser prohibida, y que es seguramente el principal legado de su pontificado. Con el paso de los años, tras finalizar el Concilio, Ratzinger, amigo personal de von Balthasar, de Lubac, se dice que discípulo de Rahner, había sido acusado por el infame Hans Küng de ser algo así como un traidor a la causa progresista. Ratzinger, por su parte, siempre afirmó que él no había cambiado, sino que habían cambiado los demás. Pero en un vídeo del canal “Conoce, ama y vive tu fe” (https://www.youtube.com/watch?v=gS1Q6rK9r_w), de Luis Román, el P. Charles Murr, en conversación con Mons. Isidro Puente, realizaba una muy interesante afirmación: que Joseph Ratzinger había vivido una conversión desde el progresismo al ser nombrado en 1977 obispo de Múnich y pasar de vivir en una burbuja intelectual a vivir la realidad de una diócesis. 

Para mí, que sé poco de teología y poco también de liturgia (ya les dije que estudié Ciencias Religiosas en el ISCREB de Barcelona), pero que volví a la Iglesia Católica leyendo a Joseph Ratzinger y, sobre todo, tras su elección como sucesor de Pedro en 2005, Benedicto XVI fue sobre todo un hombre de profunda fe y un hombre honesto, que efectivamente vivió una evolución en su pensamiento sobre lo que aconteció en el Concilio Vaticano II y la posterior reforma litúrgica y que no dudó en expresarlo con palabras muy claras. 

En el célebre libro-entrevista de Vittorio Messori al cardenal Joseph Ratzinger “Informe sobre la fe”, aparecido en el año 1985 y que tantísimo revuelo levantó entre el progresismo eclesial, se tratan ambos temas: el Concilio Vaticano II y la liturgia. Veinte años después de la clausura del Concilio, Ratzinger defendía su postura de que el Vaticano II “estaba en la más estricta continuidad tanto con el Vaticano I como el Concilio de Trento” y que estaba sostenido por la misma autoridad, el papa y el colegio de los obispos en comunión con él. Para el teólogo alemán, “no son el Vaticano II y sus documentos lo que es problemático”, sino las interpretaciones de los documentos, que han llevado a muchos abusos en el periodo postconciliar. Ratzinger afirmaba ya entonces cómo “a pesar de buscar la unidad, se había llegado a un disenso que – en palabras de Pablo VI – había pasado de la auto-crítica a la auto-destrucción”. Y decía también que “una reforma verdadera de la Iglesia presupone un rechazo inequívoco de los caminos erróneos cuyas catastróficas consecuencias eran ya incontestables” en los años 1980s. El entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe mantenía en ese momento lo que siguió afirmando hasta el final de su vida: que “defender la verdadera tradición de la Iglesia hoy significa defender el Concilio Vaticano II (…), pues existe una continuidad que no permite un retorno al pasado ni un vuelo hacia adelante. Para Ratzinger, no puede hablarse de una Iglesia “pre-conciliar” y una “post-conciliar”, pues no habría ruptura, sino continuidad.

Sobre la reforma de la liturgia que siguió al Concilio, el Cardenal Ratzinger afirmaba con contundencia cómo no se trata de una cuestión periférica en la Iglesia, sino que la liturgia es el centro mismo de la Iglesia, y que distintas concepciones sobre la liturgia implican distintas concepciones sobre la Iglesia, Dios y el hombre. Y recordaba cómo ya en 1975 había escrito sobre la degradación litúrgica, su banalización y la falta de calidad artística en la música, ornamentos y arquitectura. Afirma el cardenal que muchos de quienes a mediados de los 1970s se mostraron contrarios a sus palabras, diez años después estaban totalmente de acuerdo con él. En el momento en que se realizó la entrevista que daría como resultado el “Informe sobre la fe” hacía poco tiempo que se había publicado la decisión de san Juan Pablo II, firmada el 3 de octubre de 1984, sobre el “indulto” permitiendo a sacerdotes celebrar la Misa de acuerdo al misal de 1962. El indulto implicaba que quienes lo recibían aceptaban el Misal de Pablo VI y celebrarían en templos nombrados por los obispos diocesanos, y no en parroquias. En ese momento, Ratzinger veía el indulto como un “pluralismo legítimo” y no como una “restauración” a una Iglesia preconciliar, concepto que negaba. 

Al margen de estar de acuerdo con él o no en cuanto a la continuidad o ruptura que supuso el Concilio Vaticano II, las palabras de Ratzinger sobre la liturgia son tan luminosas que merecen ser citadas literalmente: el cardenal afirmaba que “lo que necesitaba ser descubierto de una manera completamente nueva era el carácter dado, no arbitrario, constante e inquebrantable del culto litúrgico (…). La liturgia no es un espectáculo que requiera productores brillantes y actores talentosos. La vida de la liturgia no consiste en agradables sorpresas e ideas atractivas, sino en repeticiones solemnes. No puede ser expresión de lo que es transitorio, porque expresa el Misterio de lo sagrado. Muchas personas han dicho que la liturgia debe ser “hecha” por la comunidad entera si debe pertenecerles. Tal actitud ha llevado a que se mida el “éxito” de la liturgia por su efecto y el nivel de entretenimiento. Eso es perder de vista lo que es distintivo de la liturgia, que no viene de lo que nosotros hacemos sino del hecho de que algo está ocurriendo ahí que todos nosotros juntos no podemos “hacer”. En la liturgia hay un poder, una energía en acción que ni siquiera la Iglesia puede generar: lo que manifiesta es lo Totalmente Otro, viniendo a nosotros a través de la comunidad (que es por tanto no soberana sino sierva, puramente instrumental). La liturgia, para los católicos, es el hogar común, la fuente de su identidad. Y otra razón por la que debe ser “dada” y “constante” es que, por medio del ritual, manifiesta la santidad de Dios. La revuelta contra lo que ha sido descrito como “la antigua rigidez rubricista” ha convertido a la liturgia en un conjunto de retazos de estilo “hazlo tú mismo” y la ha trivializando, adaptándola a nuestra mediocridad. Por eso no puede abandonarse la solemnidad en la celebración litúrgica, porque “en la solemnidad del culto, la Iglesia expresa la gloria de Dios, el gozo de la fe, la victoria de la verdad y la luz sobre el error y la oscuridad”. 

Ratzinger se lamenta de la pavorosa pobreza que acompaña el abandono de la belleza en los templos y la liturgia y se sustituye por el utilitarismo. “La experiencia ha demostrado – afirma – que el refugio en la inteligibilidad para todos tomado como único criterio, no convierte a la liturgia en algo que se entienda más, sino que la empobrece. “Liturgia ´sencilla´ no significa liturgia pobre o barata: existe la simpleza de lo banal y la sencillez que viene de la riqueza espiritual, cultural el histórica”.  El cambio en la liturgia implica además prácticamente un cambio antropológico. Para el cardenal, la belleza humaniza y, por tanto, “si la Iglesia ha de continuar transformando y humanizando el mundo, no puede prescindir de la belleza en la liturgia, esa belleza en tan íntima relación con el resplandor de la Resurrección. 

Solamente leyendo estas palabras dichas por Joseph Ratzinger hace cuarenta años y observando la trayectoria de la Iglesia Católica después del Concilio Vaticano II, parece un milagro que Ratzinger, que pasó de ser considerado un progresista a ser visto como un radical reaccionario, fuese elegido Papa en el cónclave de 2005. 

Continuará, Dios mediante.

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