miércoles, 25 de septiembre de 2024

Quieren que perdamos la fe: la fealdad de las iglesias modernas


La parroquia de mi pueblo es una iglesia bonita. No sabría decir el estilo, pero es un edificio de muchos siglos que ha ido evolucionando, con sus muchos cambios; la nave central es alta, amplia y luminosa, con capillas laterales, etc. Pero al viajar frecuentemente por trabajo a otras ciudades españolas y europeas - intento ir a Misa cada día-, además de los templos a que uno asiste a Misa durante las vacaciones y la asistencia a funerales, pues veo de todo, como cualquiera de nosotros. Y junto a la belleza de los templos antiguos, vemos también mucho malo y feo, sobre todo en las iglesias modernas. La pregunta, nada original, que me surge, es: ¿por qué la mayoría de iglesias modernas son tan feas? Y en los intentos de hallar respuesta, las reflexiones sobre las que siempre vuelvo se centran en dos aspectos: el primero, los efectos que tiene en nosotros la fealdad y, peor aún para los bautizados, la fealdad de las iglesias. Y, en segundo lugar, el hecho de que resulta que las iglesias feas en nuestras ciudades y pueblos están construidas a partir de los años 1960 (puede que se dé alguna excepción, claro está).

Tengo particular aversión, porque me duelen, a dos tipos muy concretos de iglesias feas modernas: las que denomino “iglesias-garaje” y las “iglesias-salas-de-espera-de-hospital”. Las iglesias-garaje son aquellos templos que, ya sean edificios independientes o estén situadas en los bajos de un edificio de viviendas, presentan un techo plano que es, además, muy bajo. Se vuelve imposible, entre otras cosas, "elevar el corazón a Dios", porque el techo está inmediatamente sobre nuestras cabezas, imponiendo la horizontalidad. No suelen tener planta de cruz latina (¡faltaría más!), sino ser una especie de nave industrial rectangular con presbiterios que más bien recuerdan a un escenario. Luego están las iglesias blancas como una sala de espera hospital, muchas de las cuales casi caen directamente en la antigua herejía iconoclasta, con sillas blancas (de centro de atención primaria u hospital y sin reclinatorios, claro) y con cruces desnudas en lugar del Crucifijo. A este respecto, entre la propaganda que recibimos los católicos, en el campo del arte y la arquitectura sacros se encuentra el de “sacar a la luz” la piedra de las paredes interiores de las iglesias románicas, ¡cómo si hubieran estado así en la Edad Media! Sin ir más lejos, la iglesia de San Juan en Bohí, en el valle del mismo nombre en el Pirineo, conserva gran cantidad de pinturas murales por todo el interior. Así estaban los templos en la Edad Media, profusamente ilustrados con escenas bíblicas. El mapping 3D de la iglesia románica de San Clemente de Taüll, en el mismo valle, es otro claro ejemplo.  

Cada quien se fijará en unos aspectos concretos de fealdad de los templos católicos modernos, pero el abanico de horrores es amplio. No sé si han visto la capilla del Santísimo en la magnífica basílica gótica de Santa María del Mar en Barcelona, por no hablar de la tristemente famosa parroquia de Santa Mónica en Rivas Vaciamadrid, epítome de la fealdad.

 

Este tema podría pasar por una cuestión curiosa, con toques de humor, si no fuera porque en realidad es muy serio. Primero, porque la cuestión estética no es baladí. Recientes estudios neurocientíficos muestran cómo la belleza «reprograma» el cerebro hacia Dios. La conclusión obvia es que la falta de belleza en las iglesias católicas nos aleja de Dios, porque limita u ofusca nuestra capacidad de apertura a la trascendencia que la belleza proporciona. Y también porque no es solamente que, en su intento de acercarse al mundo, la Iglesia Católica haya adoptado en la segunda mitad del siglo XX las formas minimalistas y utilitaristas contemporáneas al diseño de los templos, sino que se ha perdido el sentido de elementos muy importantes que han sido una constante en la historia de la Iglesia: la orientación y el presbiterio. Les explico una anécdota que me pareció interesantísima: durante una visita turística por lo que patrimonialmente se ha llamado en Aragón “territorio mudéjar”, uno de los miembros del grupo resultó ser un medievalista que, ante una iglesia de planta peculiar, sacó de su bolsillo una brújula y afirmó que en origen el templo medieval debía haber sido una mezquita, porque la orientación era hacia el sur-este, y no hacia el este. Desde entonces, llevo una pequeña brújula encima y siempre lo compruebo, sólo para horrorizarme de que la mayoría de iglesias modernas no están orientadas. Y no como las antiguas basílicas romanas que tenían la entrada, y no el ábside hacia el Oriente, sino que no hay criterio, que los ábsides “miran” hacia cualquier punto cardinal. Así, todos olvidamos que el sacerdote miraba hacia el Oriente en la actualización del santo sacrificio de la Cruz, porque el Oriente representa a Cristo. Por otra parte, y por poner solamente dos ejemplos de la falta de sentido en la que vivimos en la Iglesia actual por regla general, además de la cuestión de la falta de orientación, solemos encontrarnos con auténticos despropósitos en los presbiterios, que deberían estar elevados sobre tres escalones con respecto a la nave, mientras que hoy no son pocas las iglesias que parecen teatros romanos, donde la “nave” desciende hacia el presbiterio, la zona más baja de toda la iglesia.

Supongo que, para muchos de ustedes, este tema no debe representar ninguna sorpresa. Pero para mí, conversa y en mis inicios católicos tan feliz papólatra ratzingeriana, enamorada de la grandeza de la Iglesia, del culto a Dios, de la Verdad y convencida de la "hermenéutica de la continuidad", este tipo de descubrimientos y, sobre todo, su raíz, me dejan perpleja y dolorida. Sigo siendo ratzingeriana, por cierto, y creo que aún no somos conscientes del gran don de Dios que ha sido Ratzinger, como teólogo, cardenal y papa, para la Iglesia. Pero cada vez encuentro menos argumentos para defender la hermenéutica de la continuidad en el siglo XX, entre “antes” y “después” del Concilio Vaticano II. Y ésta no es una digresión ni un cambio de tema: recordemos que estamos hablando de iglesias feas modernas, construidas a partir de los años 1960. Una fealdad que no es un “hecho aislado”, sino que forma parte de un conjunto de factores que provocan auténtico pavor porque muestran una coordinación tal que parecen orquestados por el demonio. Lo expresaba de manera muy cruda John Senior ya a finales de los años 1960, cuando escribió en el periódico The Remnant que el cambio en la liturgia, la moral, el breviario, las traducciones, las vestiduras litúrgicas, la arquitectura y la música sacra manifiestan que de lo que se trató fue de un ataque minuciosamente orquestado sobre la doctrina y práctica católicas. Todo al mismo tiempo, en los mismos años, desembocando en la banalidad en la liturgia, el antropocentrismo, la horizontalidad, la tibieza, la ignorancia, la desacralización.

Reconozco que, en mi camino de creciente perplejidad, el Concilio Vaticano II es casi omnipresente. La lectura de la obra que el profesor Roberto de Mattei escribió sobre el mismo significó para mí un antes y un después en la comprensión de la historia reciente de la Iglesia y una bomba a la línea de flotación de la “hermenéutica de la continuidad” que tenía asumida como buena ratzingeriana. Fue como un despertar y, a la vez, un horror. Es obvio que no todos los males son "culpa" del Concilio Vaticano II, pero sí es cierto que evidenció la cruenta lucha entre dos claros bandos: quienes defendían la tradición de la Iglesia, que incluye la evolución y cambios orgánicos en ciertos aspectos, incluidos los litúrgicos, y la destructiva infiltración progresista, modernista, secularista, protestantizante y marxista, como prefieran llamarlo. Y por el momento, como decíamos hace unas semanas, el bando siniestro ha ganado una batalla. Les animo a leer el libro del profesor deMattei. Entre otras cuestiones, una de las que resultan evidentes es la manera en que los a sí mismos considerados “progresistas” (los modernistas que San Pío X había denunciado en la encíclica Pascendi) se reunían en secreto (huyendo de la luz, como hijos de las tinieblas, tal vez porque sabían que sus intenciones no eran limpias) y apelaban a un concepto de ecumenismo y libertad religiosa que resultan totalmente ajenos a la tradición de la Iglesia; además de simpatizar abiertamente con el marxismo culturalmente triunfante en la época.  

 

Pues aquí están, profundamente relacionados la revolución que tuvo lugar en la Iglesia a mediados del siglo XX y la fealdad de las iglesias modernas; la segunda, consecuencia de la primera y con nefastas implicaciones para la fe de los bautizados, porque conducen a la pérdida del sentido de la Misa, la “fuente y culmen de la vida cristiana”, el culto público a Dios por excelencia, el cielo en la tierra. La Misa no trata de mí, sino de Dios. Y, por cierto, a Él sí parece importarle la belleza y el significado de los elementos del culto. No en vano dio a Moisés instrucciones muy precisas para la construcción de la tienda-templo en el desierto y todo lo relativo a los ministros. No cumplir las instrucciones de Dios acarreaba la muerte fulminante. 

 

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