“Lo de católica perpleja no cuela ni de lejos. Tú eres cura, un poco obsesionado con el novus ordo”, comentaba el lector Pacomio en una de las entradas sobre la reforma litúrgica de la Semana Santa. “Frío, frío”, le respondí, porque soy una mujer, laica, soltera, nacida en los 1980s. En una cosa sí tenía razón, sin embargo: en mi obsesión con el rito de la Misa.
Bueno, en realidad, lo que ciertamente me obsesiona no es ya solamente el
rito de la Misa establecido por Pablo VI en 1969, del que no discuto su
validez. Soy consciente de que la Iglesia Católica Apostólica es la única
Iglesia verdadera, la fundada por Cristo, que Él nunca abandonará. Pero me
duele profundamente leer sobre las
motivaciones y la arbitrariedad de los cambios litúrgicos y teológicos perpetrados
durante las décadas centrales del siglo XX, porque la horizontalidad del
rito, la desacralización y el oscurecimiento del significado de la Misa van de
la mano de cambios fundamentales en el ámbito teológico y nos han acabado
llevando a la ruina total en la que estamos. Decía el sacerdote James Mallon en
su libro “Una renovación divina” que, cuando un organismo está sano, se
desarrolla, crece; mientras que un organismo que no lo hace es porque está
enfermo. No hay más que ver los templos católicos, medio vacíos, con presencia
mayoritaria de ancianos, con ambientes de tibieza insoportable y muchos lamentables
sacerdotes. No tengo nada en contra de los ancianos – faltaría más -, y
entiendo que sean mayoría en la Iglesia como reflejo de la sociedad en que
vivimos, con una pirámide poblacional invertida. Estos ancianos – ancianas,
sobre todo – sostienen la Iglesia. Porque el número de jóvenes es escaso, por
muchos experimentos life teen y effetá que se hagan para que los
adolescentes y jóvenes no abandonen la Iglesia. Podría decirse que esto es
también reflejo de la sociedad en que vivimos, envejecida. Sin embargo, una
visita a cualquier templo en que actualmente se celebra la Misa por el vetus ordo no resiste esta explicación: en
estos templos no cabe un alfiler, la mayoría de las personas son jóvenes,
muchas de ellas familias con niños. Siguiendo con la comparación del P. Mallon,
la Iglesia postconciliar, si me permiten la expresión, reflejaría la situación
de un organismo enfermo, mientras que la Tradición litúrgica ininterrumpida de
la Iglesia refleja la situación de un organismo sano. Está estudiado también que
los fieles que asisten a la Misa tradicional viven de manera más profunda su fe
y obedecen los mandamientos de Dios y de la Iglesia con mayor fidelidad que los
que asisten a Misas novus ordo.
Por mi parte, ya no puedo más con hojas dominicales sobre el ahorro de
agua, los migrantes y el lavatorio de
los pies el Jueves Santo a doce mujeres presidiarias; por no hablar de Fiducia Suplicans y el diaconato
femenino que, según Specola, hace ya tiempo que está en capilla. Tampoco puedo
ya con parroquianos que comulgan con ruedas de molino y con quienes no se puede
hablar de nada seriamente católico. Para mi desgracia, por muy consciente que
soy de que la Santa Iglesia Católica Apostólica participa de la victoria de
Cristo y que las puertas del infierno no podrán contra ella, me puede la
situación actual. Que no es solamente actual, sino que viene de lejos. Dietrich
von Hildebrand escribió en 1973 un tremendo lamento sobre los cambios radicales
que se habían operado en la Iglesia en “La viña devastada”. Von Hildebrand fue
un enorme intelectual del siglo XX y un hombre que amó a la Iglesia con todo su
ser. En palabras de su esposa, Alice von Hildebrand, “era la trascendente
belleza de la verdad lo que había cautivado su corazón y su mente. Una belleza
que él encontraba expresada, en su forma más alta posible, en la liturgia viva
de la Iglesia y, más centralmente, en el santo Sacrificio de la Misa”. Comprendamos
su indignación y tristeza tras la revolución de mediados del siglo XX, que es
la misma que podemos experimentar hoy, por amor a Cristo y a Su Iglesia, resumiendo
algunos de sus pensamientos en dicha obra. Para von Hildebrand, desde mediados
del siglo XX se había consumado la obra activa de destrucción por parte de los
enemigos de la Iglesia desde dentro, introduciendo las más flagrantes herejías
y blasfemias. Se introducían errores que ya habían sido condenados por la
Iglesia en anteriores concilios. El autor deseaba mostrar claramente “el
desastre que era que tales graves errores y mediocridad hubieran penetrado en
la Iglesia”.
El consuelo que le quedaba era que, ya en los años 1970, la situación
estaba siendo reconocida cada vez por un mayor número de católicos, que volvían
a la ortodoxia; es decir, a la Tradición. Para von Hildebrand, la creciente
oposición a la devastación de la viña del Señor era una especie de amanecer.
Así lo vivo yo también, sin haber experimentado personalmente aquellos cambios
traumáticos. Para mí, haber descubierto la Tradición viva de la Iglesia Católica
es haber descubierto el tesoro escondido del Evangelio, la perla preciosa, por
lo que vale la pena venderlo todo, a lo cual todo lo demás queda subordinado,
porque es la manera de vivir para Cristo, aspirando a la santidad.
Duele ver cómo la falacia vertida por el Papa Francisco en el documento Traditiones Custodes de que la Misa
tradicional atenta contra la unidad de
la Iglesia ha calado en algunas mentes. Algunos de los comentarios al Perpleja sobre las reformas de la
liturgia de la Semana Santa apuntaban en esa dirección. El Papa afirma en ese
motu proprio que el novus ordo es la
única expresión de la lex orandi de
la Iglesia y hay quien se lo cree. Sin embargo, las celebraciones del Camino Neocatecumenal,
el rito ambrosiano y el mozárabe, ¿no atentan contra la unidad de la Iglesia,
pero la Misa de siempre, sí? Qué incongruencia y qué falacia. Algún otro
comentarista apunta a una falta de fidelidad
al camino de la Iglesia actual el tratar de ver los cambios operados en la
Iglesia y las motivaciones de los reformadores. Monseñor Marcel Lefebvre lo
resumió de manera perfecta al rememorar cómo la alta jerarquía eclesial siempre
le felicitó por su manera de formar sacerdotes. De la noche a la mañana,
haciendo él lo mismo, pasó de ser alabado a ser marginado y perseguido. ¿Quién
había cambiado y quién se mantenía en lo que la Iglesia había hecho y dicho
siempre? ¿A quién debemos fidelidad en la Iglesia? ¿A los innovadores y
rupturistas, o a lo que la Iglesia creyó e hizo siempre?
Por eso yo me sitúo en la postura de “reconocer
y resistir” que explica Taylor Marshall en su obra Infiltración, que ya hemos citado
anteriormente. Afirma Marshall que “reconocer y resistir es la única postura que
se ajusta a la Escritura, la Tradición y responde a nuestra crisis
contemporánea (…). Tenemos un papa válido y unos cardenales legítimos, pero
hemos recibido el manto de san Atanasio y santa Catalina de Siena para invitar,
respetuosa y reverentemente, a algunos padres espirituales a que vuelvan a
Cristo y la pureza de la fe apostólica”.
Creo que merece un breve desarrollo este concepto de “reconocer y resistir”
a los jerarcas de la Iglesia que se han alejado de lo que ésta ha enseñado
siempre, puesto que la obediencia es una de las virtudes fundamentales del
cristiano y esto nos puede acarrear serios problemas de conciencia. Para orar y
reflexionar seriamente sobre esta cuestión me está resultando de gran ayuda el
libro de Roberto de Mattei “Amor por
el Papado y resistencia filial al Papa en la historia de la Iglesia”, publicado
en 2019 y que consiste en una compilación de artículos de este gran historiador
católico, escritos originalmente en italiano. En la presentación que realiza la
editorial, podemos leer que “en este libro, Roberto de Mattei nos dirige a
través de siglos de historia de la Iglesia mostrando tanto las sabias como
desastrosas decisiones de papas y concilios”. Los distintos artículos muestran
cómo diversos papas han errado en actos políticos, pastorales e incluso
magisteriales, y la resistencia de los fieles a tales actos es un deber y causa
de beneficio para otros fieles. El libro abre con un artículo absolutamente
iluminador, titulado “El espíritu de
Resistencia y Amor por la Iglesia”, publicado originalmente en Corrispondenza Romana el 7 de febrero de
2018, que pueden encontrar aquí en español.
De Mattei se propone esclarecer cuál debería ser la actitud correcta de los católicos en esta hora de
crisis, de prueba, en que, como en otros momentos históricos, las tormentas
más terribles vienen desde dentro de la Iglesia. Somos un rebaño desorientado
ante prácticamente un siglo de cambios radicales y ruptura con la Tradición. Para
ello cita las palabras del P. Roger Calmel, quien afirmó en los 1960s que “nuestra
resistencia cristiana como sacerdotes o como laicos, resistencia dolorosísima
porque nos obliga a decirle que no al propio Papa (…); resistencia respetuosa
pero irreductible, está dictada por el principio de una fidelidad total a la
Iglesia siempre viviente; o, dicho de otra manera, del principio de la fidelidad viviente al desarrollo de la Iglesia”.
La resistencia a los errores no es desobediencia. Es por amor a la
Iglesia y es amor y fidelidad a la Iglesia y a Cristo, para transmitir intacto
a las siguientes generaciones, como es nuestra obligación, el depósito de la fe
que la Iglesia ha transmitido durante siglos. Porque es la Verdad.
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