La lectura de la novela 1984 de George Orwell es tremendamente incómoda y angustiosa, por reflejar un totalitarismo político de corte socialista que controla incluso la mente y del que es aparentemente imposible escapar. Lo usual, al leerla, es pensar en el momento en que nos ha tocado vivir, que se vuelve progresivamente totalitario, especialmente después de la llamada pandemia de Covid.
Sin embargo, la realidad que presenta se asemeja preocupantemente también en algunos aspectos a la deriva de la Iglesia Católica posterior al Concilio Vaticano II y, más aún, a la “Iglesia del papa Francisco”.
Releyendo recientemente la novela no podía dejar de pensar en ello; idea
que se reforzó cuando encontré en una librería de viejo un precioso ejemplar de
la obra “El caballo de Troya en la Ciudad de Dios”, de Dietrich von Hildebrand,
escrito en 1967, que comienza con una cita del jesuita Henri de Lubac que dice así: “Está bien claro que la Iglesia se
enfrenta con una grave crisis. Con el nombre de la “nueva Iglesia”, la “Iglesia
post-conciliar”, está tratando ahora de establecerse una Iglesia distinta de la
de Jesucristo: una sociedad antropocéntrica amenazada por la apostasía
inmanentista, un dejarse arrastrar por un movimiento de abdicación general bajo
pretexto de renovación, ecumenismo o adaptación” (de un discurso en la Universidad
de Toronto en el año 1967).
Su lectura me hizo pensar en el drama que debieron ser los años 1960 y 1970
para muchos católicos y, de nuevo, en la novela 1984 desde la perspectiva de la
Iglesia Católica.
George Orwell
era ateo. En su novela, la Iglesia había desaparecido y él se centra en el
ámbito político. Por lo que he podido leer sobre él, era vehementemente
anticatólico. Se ha considerado incluso que 1984 fuera un ataque al cristianismo,
en el que “el Gran Hermano que todo lo vigila” sería un reflejo de Dios. Es
importante tener esto en cuenta, pero no es determinante para las siguientes
reflexiones.
1984 es considerada una novela “distópica”, en la que los discursos
oficiales no sólo nada tienen que ver con la realidad, sino que significan todo
lo contrario. A este respecto, me han parecido especialmente dolorosos tres
aspectos de este parecido entre la Iglesia post-conciliar y la novela de
Orwell. En primer lugar, que la era
actual comenzó con una revolución, el Concilio Vaticano II. En segundo
lugar, que casi nadie recordaba el
pasado anterior a la Revolución. Los discursos oficiales habían convencido
a todos de que ahora estaban mucho mejor que antes. Y, en tercer lugar, la creación de una neolengua que expresa exactamente lo contrario de lo que en
realidad ocurre.
En su libro “De Roma a Berlín, la protestantización de la
Iglesia Católica”, el sacerdote Gabriel Calvo Zarraute, referencia habitual en
estos textos, explica cómo “la
revolución es una ideología que pretende fundar la sociedad sobre la
voluntad del hombre, en lugar de fundarla sobre la de Dios”. ¿Acaso no fue una
revolución, si no tal vez el Concilio Vaticano II en sí – que sí presenta
aspectos revolucionarios, controlado como estuvo por una minoría progresista
muy bien organizada, que triunfó -, sino sobre todo el llamado “espíritu del
Concilio”? ¿No creó una realidad nueva y bien distinta en la Iglesia, con un
aparato propagandístico perfectamente organizado que logró convencer a la gran
mayoría de los fieles de que era necesario el cambio radical que se llevó a
cabo, que era una “primavera”, una “puesta al día”, que conduciría a la Iglesia
a una situación mejor, y en la que caló entre los bautizados el mensaje de que
“antes estaban mucho peor”, y que las formas y contenidos de la Iglesia
preconciliar ya no eran válidos?
El enemigo número 1, el Goldstein de 1984, bien podría bien ser
Monseñor Marcel Lefebvre, y la “Hermandad”, la supuesta oposición al Partido
compuesta por quienes conspiraban para derribarlo, serían los lefebvristas
(curiosamente, una “fraternidad”, es decir, “hermandad). Aunque, para el caso,
cualquier persona tildada de “tradicionalista” vale para pertenecer a la
Hermandad y representar una amenaza para la nueva situación en la Iglesia. En
este sentido, Goldstein sería en realidad cualquiera que reivindique la
Tradición de la Iglesia y la imposibilidad de cambiar los contenidos revelados
y de que la Iglesia se contradiga con lo que dijo durante veinte siglos.
Los miembros del Partido y su élite serían los obispos, que no están ahí
por ser los mejores, sino por ser fieles a las consignas; mientras que los
“proles” serían la mayoría de los laicos, que son como ovejas sin pastor. Un
aspecto curioso es la crítica constante desde la jerarquía eclesiástica actual
al clericalismo, mientras se trata
de una Iglesia es extremadamente clerical, done los laicos, los “proles” sólo
sirven para ser adoctrinados con las nuevas consignas del Partido: la
sinodalidad, el ecologismo y los “migrantes”. Incluso los laicos que participan
de la estructura humana eclesial actual son laicos clericalizados (equiparables
a los miembros rasos del Partido, tal vez como Winston Smith en 1984); que,
además, son utilizados cada vez más para realizar labores que corresponden al
sacerdote, y no tareas tradicionalmente desarrolladas por los laicos (pero ésa
es otra historia, que fue expuesta aquí hace unos días).
El término “sinodalidad” se ha introducido con calzador en la Iglesia,
hasta sustituir el de “católica” al hablar de la misma: más que “Iglesia
Católica”, leemos y escuchamos ahora por doquier “iglesia sinodal”; en
principio, sinodalidad – que nadie sabe exactamente qué significa-, sería una
manera descentralizada de tomar decisiones en la Iglesia, más “democrática”, no
clericalista (por eso hay laicos varones y mujeres en los encuentros sinodales);
pero la realidad es que la Iglesia es hoy más dictatorial de lo que hemos visto
quienes vivimos y probablemente, de lo que se ha visto en siglos. La sinodalidad sería, visto así, un claro
ejemplo de la neolengua de 1984;
como también lo es la crítica al clericalismo que hemos mencionado, cuando en
realidad se hace lo contrario de lo que se predica.
En Iglesia post-conciliar, o del “espíritu del Concilio”, de la cual el
pontificado de Francisco representa su más radical expresión, existen también
los espías del pensamiento que hallamos en 1984. Son los acusadores de cualquier
cosa desde panfletos como “Religión Digital”, de estar “en contra del Papa Francisco”. Se dice también que por los pasillos de Santa
Marta llegan continuos chismorreos (esos que se supone que odia tanto
Francisco) sobre sacerdotes y obispos que repentinamente caen en desgracia. Aunque
el mensaje sea que “en la Iglesia cabemos todos, todos, todos”, la realidad es
que algunos caben más que otros, y se observa un claro sesgo en los purgados.
Porque en la Iglesia de Francisco también existen las purgas, y muchas. Día sí y día también, este portal anuncia la
“renuncia” o “caída” de obispos que no han cumplido los 75 años. El caso del
obispo de Tyler, en Texas, Joseph Strickland, mostró cómo en realidad esas
“renuncias” no suelen ser precisamente voluntarias; que se trata de las
clásicas purgas de los sistemas totalitarios de tipo socialista. La situación
se está agravando hasta el punto de excomulgar a laicos.
Hemos llegado al extremo de que, tomando la parte por el todo, se
identifica al papa Francisco con la Iglesia; y el Papa, pasando por alto la
cuestión de que el Magisterio de la Iglesia está sujeto a la Tradición de la
misma y a la Palabra de Dios, ha cambiado de manera revolucionaria en los
últimos 10 años muchos contenidos de la Iglesia Católica. Ya no hay debates
doctrinales, como decía un artículo recientemente en este portal, sino
consignas y, sobre todo, cuestiones que nada tienen que ver con la enseñanza tradicional
de la Iglesia; son contenidos fundamentalmente inmanentistas, especialmente, la
misma “sinodalidad”, el ecologismo y los “migrantes”. La comunión con la
cátedra de Pedro se ha convertido en fidelidad a todo lo que diga el Papa
Francisco, aunque no sea ex catedra, aunque sean puramente opiniones y esté en
contradicción con toda la Tradición de la Iglesia y la Palabra de Dios. Incluso
se eliminó del Anuario Pontificio hace años el título “Vicario de Cristo”.
Pero, entonces, ¿el papa qué es, si no es el vicario de Cristo? ¿Es solamente
el obispo de Roma, como le gusta llamarse? ¿Se realizó este cambio para ayudar
al “diálogo ecuménico”? No se sabe, pero el caso es que se hizo.
Una diferencia importante, empero, entre 1984 y la “Iglesia del papa
Francisco”, es que el Partido, en la novela, aboga por la castidad, mientras
que los pastores hoy día bendicen y promocionan el adulterio y las relaciones
sexuales sodomitas, en contra de la Palabra de Dios y la tradición bimilenaria
de la Iglesia Católica.
El Dr. Michael Fiedrowicz, en un artículo en Rorate Caeli en
octubre de 2021 sobre Traditionis
Custodes, llegaba a decir que éste era “una reminiscencia aterradora de 1984 de George Orwell”. Perlas de
ese artículo, traducido en el portal Adelante la fe, decían que “ellos ni
siquiera saben lo que les han quitado”, refiriéndose a los fieles y la Misa
tradicional. El profesor Fiedrowicz afirma que “el
artículo 1 de la Exhortación Apostólica en forma de Motu proprio Traditionis
custodes sobre el uso de la Liturgia Romana antes de la reforma de 1970 dice: “Los
libros litúrgicos promulgados por los Papas San Pablo VI y San Juan Pablo II en
conformidad con los decretos del Concilio Vaticano II son la única expresión (l’unica espressione) de la lex orandi del
Rito Romano». Para apreciar todas las implicaciones de esta disposición, es
necesario saber que el término lex orandi -la ley o regla de la oración- forma
parte de una fórmula más amplia acuñada en el siglo V. El monje galo Próspero
de Aquitania, entre 435 y 442, formuló el principio: «para que la regla de la
oración determine la regla de la fe” (ut legem credendi lex statuat
supplicandi).
La liturgia en su conjunto – prosigue Fiedrowicz -,
por tanto, contiene la fe católica en la medida en que da testimonio público de
la fe de la Iglesia» (Encíclica Mediator Dei, 1947)”. El Papa Francisco, sin
embargo, define en Traditionis Custodes, o más bien reduce, la liturgia del
Rito Romano a lo que se expresa en los libros litúrgicos promulgados por Pablo
VI y Juan Pablo II. Estos libros serían “la única expresión de la lex orandi
del Rito Romano”. Si uno asume el significado original [es decir, el valor
nominal] de la terminología utilizada aquí, entonces la lex credendi -lo que se
debe creer- también tendría que tomarse de esos libros solamente. Pero, ¿es
esto cierto? ¿Son realmente estos libros los únicos que bastan para poder leer
la fe católica a partir de ellos? La carta papal que acompaña al motu proprio
sugiere que todo lo esencial del rito romano anterior a la reforma litúrgica
puede encontrarse también en el misal de Pablo VI: “Quienes deseen celebrar con
devoción la forma litúrgica anterior no encontrarán gran dificultad en
encontrar en el Misal Romano, reformado
según el espíritu del Concilio Vaticano II, todos los elementos del Rito
Romano, especialmente el Canon Romano, que es uno de los elementos más
característicos (…). Hay que preguntarse si realmente “todos los elementos del
Rito Romano” se encuentran en los nuevos libros litúrgicos. Esta pregunta sólo
puede ser respondida afirmativamente por alguien que considera obsoleto mucho
de lo que ha caracterizado al Rito Romano durante siglos y constituido su
riqueza teológico-espiritual, como es evidentemente el caso del Papa Francisco.
Pero esto incluiría todo lo que
fue erradicado por las fuerzas impulsoras de la reforma litúrgica, ya sea para
acomodar a los protestantes en un esfuerzo ecuménico equivocado o para
satisfacer la supuesta mentalidad del hombre moderno”.
“Por otra parte – continúa Fiedrowicz-, no debemos
olvidar las otras concomitancias que revelan un cambio profundo en la
comprensión básica de la Santa Misa: se destruyeron los preciosos altares
mayores, ocupando su lugar las mesas de comida; se quemaron o vendieron los
valiosos paramentos; el canto gregoriano y la lengua sacra del latín fueron
desterrados de la liturgia. El
planteamiento de la reforma litúrgica recuerda en parte a la damnatio memoriae
de la antigua Roma, el borrado de la memoria de los gobernantes que no
gustaban. Se borraban los nombres de los arcos de triunfo y se fundían las
monedas con sus imágenes. Ya nada debe recordarnos a ellos. Todos los cambios
que tuvieron lugar en el curso de las reformas litúrgicas se asemejan
inequívocamente a una damnatio memoriae, un borrado deliberado de la memoria de
la liturgia católica tradicional. “Estas palabras del siglo IV – afirma Fiedrowicz
- se aplicaron también, sin duda, a las
generaciones nacidas después del Concilio: durante mucho tiempo ni siquiera
sabían lo que se les había quitado, conociendo sólo la apariencia actual de la
Iglesia”.
Para que esto sea así, hay que borrar todo recuerdo
del pasado. No debe haber más comparaciones posibles. Asociar las palabras de Orwell con el reciente Concilio no resulta
ilegítimo, ya que el Vaticano II fue ampliamente celebrado como una
«revolución de la Iglesia desde arriba».
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