No me digan que la actual situación en la cima de la jerarquía eclesiástica católica no es para estar perplejos. Un prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe que es una auténtica vergüenza; y el responsable de haberle nombrado para el cargo – por desconocimiento del individuo o por cualesquiera otras razones – no sólo le mantiene en el mismo, sino que le confirma, añadiéndole cargos. Al final, en una estructura jerárquica, y la Iglesia lo es, la responsabilidad última no es la de la persona no adecuada para el cargo al cual ha sido nombrada, sino su superior. Además de que de los ministros de la Iglesia se espera ejemplaridad moral y rectitud doctrinal.
La situación es también de total confusión a todos los
niveles de la organización y la vida eclesial. Lo es desde principios del siglo
XX, pero hasta tiempos muy recientes, los papas comprendían que eran custodios
de la tradición que habían recibido, encargados por el mismo Cristo de confirmar
en la fe a sus hermanos. Así, el Pontífice, aunque tal vez sobredimensionado el
papado desde el siglo XIX, servía de dique de contención a la creciente
violencia de las aguas modernistas que golpeaban contra los muros de San Pedro
y contra los corazones de todos los fieles.
Entre otros grandes documentos, San Pío X escribió en 1907 la Encíclica Pascendi Dominici Gregis, contra la
herejía del modernismo. En cambio, hoy
tenemos documentos emitidos desde la Santa Sede que afirman que puede haber
situaciones de pecado objetivo agradables a Dios, y se exige a sacerdotes que
bendigan uniones que objetivamente conducirán a las personas a la condenación,
de acuerdo a la Revelación, la Tradición y todo el Magisterio eclesial previo. Con sofismo incluido:
“no bendecimos las uniones, sino a personas que vienen a pedir que las
bendigamos juntas”, decía el Papa hace unos días a miembros de la CDF.
Leo la información sobre la Iglesia en portales católicos cada mañana,
pero hace tiempo que intento ignorar todo lo que sale de Roma. Es doloroso y
confunde a los pequeños. No leo ni escucho lo que dice el Santo Padre, sino la
interpretación de personas que considero tienen buen criterio eclesial. Muchos
obispos parecen no tener problema en girarse los pectorales al son de las
ocurrencias vaticanas, pero para un gran número de fieles la situación genera
gran desconcierto y dolor. Profeso obediencia y amor filial a la cátedra de
Pedro, porque “ubi Petrus, ibi Ecclesia”. Pero también esto,
a mí como a tantos de ustedes, me está creando muchos problemas de conciencia y
la necesidad de orar mucho y obtener luz formándome en lo que a la correcta
obediencia se refiere. Porque, ¿qué ocurre cuando quien ocupa la cátedra se
aparta de Pedro? Escribía con total claridad recientemente el sacerdote Rodrigo
Menéndez Piñar en InfoCatólica: “es claro que cualquier católico que no sienta en sus afectos ─su
sensibilidad, sus emociones, sus sentimientos─ una contrariedad en situaciones
semejantes tiene un problema grave. Dicho a la inversa, el sentimiento de
desafección será un signo de salud espiritual en el fiel católico, que, por
supuesto, deberá procurar que lo conduzca a la oración, a la penitencia y a la
búsqueda de una formación más profunda y sólida y no a la simple descalificación
de tal Fulano. La conclusión es clara: Si Fulano se aparta de Pedro,
entonces, Ubi Petrus, non ubi Fulanus, Ibi Ecclesia. En tal situación, vivimos más
tranquilos creyendo lo que siempre ha creído la Iglesia y haciendo como los
medievales, que raramente recibían noticias de las ocurrencias de los papas
reinantes. Y teniendo la confianza de que, aunque no lo veamos en carne mortal,
la Iglesia tendrá la capacidad en el futuro de corregir los errores de
cualquier época pasada, como ocurrió con el papa Honorio cincuenta años después
de su muerte. Sólo para que no quede duda:
reconozco a Francisco como Sumo Pontífice de la Santa Iglesia Católica. Le
reconozco, pero, como nos enseñó san Pablo, resisto sus errores allí donde
puedo reconocerlos. A decir de Taylor Marshall, “la posición de ´reconocer y
resistir´ es la única solución que se ajusta a la Escritura, la Tradición y
responde a nuestra crisis contemporánea. La Iglesia Católica ha sido infiltrada
hasta lo más alto. Tenemos un papa válido y unos cardenales legítimos, pero
hemos recibido el manto de san Atanasio y santa Catalina de Siena para invitar,
respetuosa y reverentemente, a algunos padres espirituales a que vuelvan a Cristo y la pureza de la fe apostólica".
Uno de los rasgos más evidentes de
los documentos que emanan de la Santa Sede durante este pontificado es la
auto-referencialidad, porque está claro que no puede hallarse en toda la
tradición de la Iglesia, ni en la Sagrada Escritura ni en el Magisterio el
respaldo a sus afirmaciones y posturas rupturistas. Juan Pablo II intentó
consolidar las reformas conciliares desde una perspectiva conservadora,
mientras que Benedicto XVI pretendió “abrir” a la Iglesia post-conciliar a la
gran Tradición eclesial. Por su parte, la impresión que da Francisco es la de
un católico que acabe de despertar de una larga hibernación comenzada en 1969.
Todo hoy ha de estar “en línea con el
Concilio”; pero no con sus textos y ni siquiera con el Misal de 1969 de Pablo
VI, sino con el funesto espíritu (modernista) del Concilio
Vaticano II, en cuyo nombre todos los anteriores concilios pareciera que deben
ser ignorados o negados.
A este respecto, decía Peter
Kwasniewski que “Francisco es la encarnación de la peor pesadilla de San Pío X”.
Dice el profesor Kwasniewski que “San Pío X había definido el modernismo como ´la
síntesis de todas las herejías´. Para muchos líderes actuales de la Iglesia y
laicos, sin embargo, es la ortodoxia la que es ´la síntesis de todas las
herejías´ y el modernismo el que es la fe católica pura y simple”. El camino
hasta aquí ha sido largo y data de varios siglos atrás, habiendo supuesto que
nada de la vida católica quedó sin tocar después del Vaticano II (https://www.infocatolica.com/?t=opinion&cod=32280).
Ya no construimos sobre roca, sino sobre arenas movedizas. Parece que, en la
Iglesia, a imitación del mundo, cuanto más nuevo es algo, mejor, más auténtico,
más real. Entre esto y el arqueologismo con la excusa
de volver a la “simplicidad y pureza” de la fe “primitiva”, nos cargamos 2000
años de historia y tradición, con su desarrollo orgánico.
Y esta cuestión del desarrollo orgánico
es clave para comprender adecuadamente los cambios en la Iglesia con el paso
del tiempo. A este respecto, permítanme recomendar una preciosa encíclica del
mismo Pío X que desconocía, la “Editae Saepens” (disponible en inglés, italiano
y latín en la página web del Vaticano), sobre san Carlos Borromeo y la
verdadera reforma en la Iglesia. Porque
en ningún momento estamos considerando que un organismo vivo pueda estar
inmóvil durante 2000 años. Una de las definiciones que encontramos en la RAE de
la palabra “reforma”, es “volver a formar, rehacer, restituir”, e incluso,
“modificar algo con la intención de mejorarlo”. En la Editae Saepens, la noción de “reforma” en la Iglesia que expone San
Pío X es la primera, en su sentido de restauración,
opuesto a una reforma considerada como innovación,
que era la pretendida por los modernistas. Las palabras del Papa Sarto sobre
San Carlos Borromeo, la “reforma protestante” y el Concilio de Trento suenan
totalmente actuales a la vista de los acontecimientos en la Iglesia desde
mediados del siglo XX. Plinio Corrêa de Oliveira afirmaba en los
años del Concilio Vaticano II que se estaba produciendo una revolución cultural
en la Iglesia. Y en 1990, el entonces Cardenal Ratzinger advertía en el encuentro anual organizado
por Comunión y Liberación en Rimini
que “cuanto más se extiende en la Iglesia el ámbito de las cosas decididas y
hechas por ella misma, más estrecho se vuelve para todos nosotros. En él, la
gran dimensión liberadora no está constituida por lo que hacemos nosotros
mismos, sino por lo que se nos da a todos. Lo que no surge de nuestra voluntad
e invención, sino que es una precedencia nuestra, un llegar a nosotros de lo
inimaginable, de lo que "es más grande que nuestro corazón". La reformatio, necesaria en todo momento,
no consiste en que siempre podamos remodelar "nuestra" Iglesia como
queramos, que podamos inventarla, sino en que siempre apartemos de nuevo nuestras
propias construcciones de apoyo en favor de la pura luz que viene de arriba y
que es al mismo tiempo irrupción de la pura libertad".
Parece que quieran convencernos de que la Iglesia
comenzó en los años 1960, al mismo tiempo que insisten en la “hermenéutica de
la continuidad”; tal como yo lo veo, son afirmaciones totalmente incompatibles.
Es importante distinguir muy bien entre los conceptos de desarrollo orgánico,
reforma, revolución e innovación para comprender lo que ocurre en la Iglesia. A este respecto, el Cardenal Robert Sarah afirmaba en 2021 que “está
en juego la credibilidad de la Iglesia: ¿en qué nombre puede la Iglesia
atreverse a dirigirse al mundo si acepta una ruptura y cambio de orientación? La
única legitimidad de la Iglesia es su consistencia en su continuidad”.
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