martes, 5 de marzo de 2024

El espinoso tema de los influencers católicos


 Tengo un perfil en Instagram donde no he publicado nada y que utilizo para seguir cuentas y perfiles que me interesan; la mayoría, de contenido católico. En varias de las cuentas que sigo vi hace unos días que la Asociación Española de Propagandistas (ACdP) había convocado en Madrid para un encuentro a un grupo de católicos considerados influencers. Era un grupo variado, no demasiado numeroso (en las imágenes no parece haber más de 40 ó 50 personas); tanto sacerdotes como laicos. Me pregunto cuál fue el criterio de selección para el encuentro de la ACdP. ¿La sana doctrina de esos influencers? ¿Su número de seguidores en Instagram o X (Twitter)?

De hecho, el concepto de influencer en redes sociales se ha convertido en algo que forma parte de nuestras vidas cotidianas en mayor o menor medida, pero, en términos católicos, ¿qué significa ser un influencer en redes sociales? ¿Significa que su objetivo es influir en nuestra manera de vivir la fe? Y si es así, ¿con qué autoridad? En general, me parece que la ACdP hace una valiosísima labor en el mundo de la educación y el periodismo y que lanza iniciativas realmente buenas e incisivas con respecto a algunas de las lacras sociales más terribles que vivimos, como el aborto y la eutanasia. Pero este encuentro, que seguro se hizo con la mejor de las intenciones para que los influencers se conocieran personalmente entre ellos y que espoleara su labor de anunciar la belleza de la fe en Jesucristo, me dejó un sabor extraño, como de un selecto grupo autocomplacido. Entre estos influencers en redes hay algunos sacerdotes muy ortodoxos, que al tiempo que anuncian a Jesucristo, denuncian la degeneración social y moral que vivimos. Otros están tan ocupados en parecer simpáticos al mundo que, si no fuera por el alzacuellos, uno no repararía en que es un cura el que habla. Entre los laicos, están las familias numerosas, que a mí personalmente me resultan un testimonio muy edificante, aunque no me deja de parecer arriesgado exponer a los menores en redes sociales continuamente. Y luego están los influencers católicos que me huelen a chamusquina, y llámenme rígida, amargada, criticona o lo que quieran: algunos hacen de ser influencer católico casi un estilo (y un medio) de vida. Aquí, podríamos detenernos en dos cuestiones: el tema de los testimonios y la cuestión de cómo se traduce esto en la vida desvirtualizada de diócesis y parroquias. Al respecto de los testimonios, se han convertido en una especie de plaga en la Iglesia, a imagen y semejanza de los grupos de terapia y de las sectas protestantes, como me decía una amiga estos días; que esto es a lo que el catolicismo está reducido estos días, que ésta parece ser la herramienta de evangelización principal hoy. Y, después, está la cuestión de cómo estos influencers en la esfera virtual se desvirtualizan en la vida de parroquias y diócesis, repitiendo hasta la saciedad su testimonio / producto en parroquias y encuentros diocesanos; es como un círculo (no diría vicioso, en este caso; pero tal vez sí viciado): joven popular en internet que es llamado desde parroquia / diócesis porque atraerá a jóvenes, que se mueven en las redes; o sacerdote popular en Instagram que casa a pareja popular en Instagram; o jóvenes influencers católicos que celebran juntos sus cumpleaños en sus casoplones con piscina y lo retransmiten en streaming.

Está también la cuestión de los temas con que estos influencers nos influencian: ciertamente, en base a sus palabras y obras, el objetivo parece ser mostrar la belleza de la fe y la vida cristiana. Es un hecho también que en algunas ocasiones denuncian la corrupción moral en la que vivimos. Pero se da una ausencia total del hecho innegable de que la fe está siendo atacada desde dentro. Tal vez es una actitud inconsciente, o es que no se dan cuenta; o prefieren no darse cuenta y hablar solamente de cosas que no les complican la vida, cuestiones que les etiquetarían como polémicos, problemáticos, y que les cerrarían el paso a estos bolos en encuentros parroquiales y diocesanos.

Desde la pequeñez de estas entregas, reconozco que me incomoda pertenecer a la especie del profeta de calamidades tan denostado en la Iglesia y me gustaría poder transmitir sobre todo la verdad y la belleza de la Iglesia, en la que creo profundamente como único lugar donde encontrar la salvación que Cristo ha venido a traernos. Pero es que la Iglesia está intoxicada de errores, extendidos y ramificados por todas partes, que comprometen la fe y la salvación de nuestras almas, y es importante denunciarlo en la medida que lo veamos. Al respecto, decía mi amiga Natalia Sanmartín Fenollera (¡¿mi amiga?!, regalo del Cielo), utilizando para la Iglesia la imagen de un edificio bellísimo, una casa preciosa, que todos tenemos claro, mirándola desde fuera, que es magnífica; pero que son muy pocos quienes se atreven a decir, viéndola por dentro, cómo se trabaja desde el interior para demolerla. Cierto que hay mucho bien que no se ve, y que hay que hablar del bien, la belleza y la verdad. Pero también hay mucho error, mundanidad y protestantización que conducen a la pérdida de la fe verdadera; errores que se extienden silenciosamente como un gas letal entre personas de buena fe. Y el Señor nos exige la corrección fraterna, puesto que de otro modo somos cómplices de la extensión del error. La mayoría de sacerdotes y obispos no quieren escuchar ni meterse en problemas con asuntos políticamente incorrectos. Y se da el hecho terrible, como argumentaba de manera inapelable Wanderer , de que muchos de ellos, así como los fieles, rechazan hasta tal punto las enseñanzas de la Iglesia que parecen profesar una fe distinta de la católica.

Podríamos seguir, pero, estando en Cuaresma, hace días que me ronda el pensamiento si ésta es una actitud de intento de denuncia de errores basada en la caridad y el deber de la corrección fraterna o si se trata, al contrario, de estar juzgando. Estoy convencida de que la caridad mal entendida nos lleva a pactar con el error, a tolerarlo. Decía Monseñor Marcel Lefebvre en su “Carta abierta a los católicos perplejos” que “el católico no debe juzgar inconsideradamente las faltas de sus hermanos, sus actos personales; pero Cristo le ha mandado conservar su fe y ¿cómo podrá hacerlo sin echar una mirada crítica a lo que se le da a leer o a oír? (…): los neomodernistas se han quedado con lo que les interesa: ´No juzguéis´. Pero no han tenido en cuenta el hecho de que inmediatamente después Nuestro Señor dijo: ´guardaos de los falsos profetas… por sus frutos los conoceréis”. La cuestión es que en este mundo de testimonios y de influencers católicos, aquí y allá se escuchan y leen afirmaciones vagas, sentimentalistas, buenistas, que poco ahondan en la fe católica o, peor aún, la deforman y hasta la falsifican.

¿Qué conclusiones puede sacar de todo esto el católico que ve a estos influencers y a las autoridades eclesiásticas consintiendo y esparciendo errores de todo tipo? ¿A dónde podemos ir a recibir la enseñanza perenne, la sana doctrina?

 

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