jueves, 28 de marzo de 2024

¿Reforma, innovación o deformación? La liturgia de la Semana Santa (I)


Un año más de celebraciones de Semana Santa en mi parroquia novus ordo. No me malinterpreten. Es liturgia católica y celebramos los grandes misterios de nuestra fe. Pero una vez que se ha oído y contemplado la liturgia celebrada por el vetus ordo, hasta en su más sencilla expresión, ya se tiene nostalgia siempre de ese culto excelente a Dios y el nuevo rito de Pablo VI resulta insuficiente para el anhelo del corazón de adorar a Dios. Si además se estudian los cambios litúrgicos que han llevado a la liturgia actual, sus motivaciones y objetivos, se pasa a la tristeza y la indignación. Vale la pena conocer esta historia, porque la Tradición está viva y por ella pasa el futuro de la Iglesia.

Para ello, este año resolví seguir toda la Semana Santa con el Misal de 1962, el que utilizo cuando puedo asistir a celebraciones por el vetus ordo Missae. En este Misal aparece al inicio de la Semana Santa una selección de textos del Decreto General del 16 de noviembre de 1955, que, según dice literalmente, “restaura la Liturgia de la Semana Santa”. ¿Restaura? Sabía que Pío XII había realizado reformas en la liturgia de la Semana Santa; conocía el cambio de horario de la Vigilia Pascual, que me parecía lógico, y poco más. Sólo hace unos meses que asisto a la Misa tradicional y no había considerado la cuestión particular de la liturgia de la Semana Santa. Pero resulta que es fundamental tener en cuenta las reformas de los años 1950 para poder comprender qué ocurrió durante y después del Concilio Vaticano II con la liturgia católica. Así que me gustaría hacer algunas consideraciones sobre los cambios concretos en el rito a partir del texto clásico de Stefano Carusi, para pasar a reflexionar brevemente sobre el concepto de reforma en la doctrina y la liturgia de la Iglesia Católica, destacando la cuestión fundamental de las intenciones y objetivos de los impulsores de los cambios litúrgicos en las décadas centrales del siglo XX.

Como necesariamente la referencia a los cambios concretos va a ser breve, aquí dejo el enlace al extenso y detallado texto de Stefano Carusi. Se trata de un repaso de la liturgia a la teología a través de las declaraciones de algunas de las personas que llevaron a cabo los cambios (Annibale Bugnini, Carlo Braga y Ferdinando Antonelli), mostrando a través de ellas la formación y las intenciones que no fueron declaradas abiertamente en su momento. Carusi se propuso establecer si este trabajo de reforma litúrgica correspondió a un proyecto teológico más amplio y analizar la validez de los criterios utilizados y luego vueltos a proponer en las reformas que siguieron. Recomiendo también la lectura de las consideraciones de Rubén Peretó a partir del texto de Carusi en https://unavoce.com.ar/la-semana-santa-tradicional/ (enlace a todas las entregas aquí).

Tengamos en mente las siguientes afirmaciones de dos de los impulsores de los cambios litúrgicos. El P. Carlo Braga, el brazo derecho de Annibale Bugnini, define la reforma del Sábado Santo llamándola «la cabeza del ariete que atravesó la fortaleza de nuestra hasta ahora estática liturgia». El futuro cardenal Ferdinando Antonelli lo definió de este modo en 1956: «el acto más importante en la historia de la liturgia de san Pío V hasta ahora». Posteriormente, el papa Pablo VI afirmaría en la Constitución Apostólica Missale Romanum, del 3 de abril de 1969, que “se consideró necesario revisar y enriquecer las fórmulas del misal romano. La primera etapa de esta reforma fue obra de nuestro predecesor Pío XII con la reforma de la Vigilia de Pascua y los ritos de la Semana Santa, que constituía el primer paso en la adaptación del misal romano a la manera de pensar contemporánea.

En octubre de 1949, en la Congregación de Ritos se nombró una comisión litúrgica que tendría como objeto el estudio de la pertinencia de reformas en el rito romano; todo ocurría en un ambiente de prisas debido a las continuas demandas de los episcopados de Francia y Alemania exigiendo cambios inmediatos (observemos que estamos hablando de nada menos que 20 años entre la creación de esta comisión y la promulgación del nuevo Misal de Pablo VI; además, en los países centroeuropeos, y de ahí las presiones de sus episcopados, se venía experimentando con la liturgia desde los años 1920). Tan grande era el secreto en que trabajó la Comisión que la publicación inesperada y repentina de la «Ordo Sabbati Sancti instaurati» [«En el rito restaurado del Sábado Santo»] el 1 de marzo de 1951 «fue una sorpresa para los mismos funcionarios de la Congregación de Ritos», como declaró Annibale Bugnini, miembro de la misma. El papa Pío XII, enfermo, era informado regularmente por Monseñor Montini y el P. Bea, su confesor y futuro cardenal, quien tendría un papel fundamental en las reformas que seguirían en los años posteriores. Las labores de la Comisión se prolongaron hasta 1955 cuando, el 16 de noviembre, el decreto «Maxima Redemptionis nostræ mysteria» [«Los misterios más grandes de nuestra redención»] se publicó, y debía entrar en vigor en la Pascua del año siguiente. Los obispos recibieron estas novedades en diversas formas, y, más allá de la fachada de triunfalismo, no faltaron lamentos por la introducción de las innovaciones, y de hecho empezaron a multiplicarse las solicitudes pidiendo permiso para retener los ritos tradicionales. Se levantaron en disidencia voces acreditadas, pero fueron pronto constreñidas al silencio a pesar de su competencia. Tal fue el caso, por ejemplo, del liturgista Mons. Léon Gromier (aquí, sus argumentos en francés: https://civitas-dei.eu/gromier_fr.htm; aquí, en inglés: https://civitas-dei.eu/gromier.htm).

Repasemos solamente algunos de los cambios más obvios provocados por el «Ordo Hebdomadae Sanctae Instauratus» [«El orden restaurado de la Semana Santa»] de 1955 a 1956 y que explica por qué esta reforma se convirtió en el «ariete» en el corazón de la liturgia romana. En la liturgia del Domingo de Ramos, además de los cambios en el color de la capa en la procesión, del morado al rojo, se procedió también a la supresión de las casullas plegadas, cuestión que afecta a una de las costumbres más antiguas, que había sobrevivido desde la más remota antigüedad hasta entonces y que expresaba el carácter antiguo de la Semana Santa, que nadie se había atrevido a alterar debido tanto a la veneración con la que se consideraba como al carácter extraordinario de estos ritos y de la tristeza extraordinaria de la Iglesia durante los días de Semana Santa. Se introdujo también la novedad de bendecir las palmas de frente a los fieles, dando la espalda al altar, y en ciertos casos, volviéndose hacia el Santísimo Sacramento. Stefano Carusi comenta al respecto que, “en aras de la participación de los fieles, se introduce la idea de las acciones litúrgicas realizadas de cara al pueblo, pero dando la espalda a Dios” (…).  “Se inventó una bendición que se realizaba sobre una mesa que se situó entre el altar y la baranda del altar, mientras que los ministros estaban de frente a las personas. Fue introducido un nuevo concepto del espacio litúrgico y de la orientación durante la oración”.

Se eliminó la distinción entre la «Pasión» y el Evangelio y se suprimió la última frase de la Pasión (muy probablemente debido a un error de publicación, ya que otra explicación parece poco convincente). La misa se vio privada del Evangelio propiamente dicho, que fue suprimido. Se eliminó también el pasaje del Evangelio que conecta la institución de la Eucaristía con la Pasión de Cristo (Mateo 26: 1-36). Se trata del paso que parece más desconcertante, sobre todo porque parecía, según revelan los archivos, que la Comisión había decidido no cambiar nada en lo que se refiere a la Pasión, ya que era de los de más antiguo origen. Sin embargo, no sabemos ni cómo ni por qué quedó extinguida la narración de la Última Cena. Es difícil creer que fuese por motivos simples de ahorro de tiempo el que se tacharan treinta versos del Evangelio, especialmente teniendo en cuenta la relevancia del pasaje en cuestión. Hasta entonces, la tradición deseaba que la narración de la Pasión en los sinópticos siempre incluyera la institución de la Eucaristía, que, en virtud de la separación sacramental del Cuerpo y la Sangre de Cristo, es el heraldo de la Pasión. La reforma, de un solo golpe dirigido a un pasaje fundamental de la Sagrada Escritura oscureció la relación vital de la última cena, el sacrificio del Viernes Santo y la Eucaristía. El pasaje sobre la institución de la Eucaristía fue eliminado también del Martes Santo y Miércoles Santo, con el resultado sorprendente de que no se encuentra en ninguna parte en ¡todo el ciclo litúrgico! Éste fue el resultado de un clima de cambio precipitado, que interrumpió tradiciones centenarias, pero fue incapaz de considerar la totalidad de la Escritura leída durante el año. Hasta entonces, siempre, la Pasión había estado precedida por la lectura de la institución de la Eucaristía, indicando la conexión íntima, esencial, teológica entre los dos pasajes.

El Jueves Santo se introdujo la estola como parte del vestido del coro de sacerdotes, comenzando así el mito de la concelebración. Carusi afirma que existía una sensación muy hostil contra la concelebración el Jueves Santo, ya que no era tradicional. Para introducir la idea, sus defensores tuvieron que contentarse con la creación de la práctica de tener a todos los sacerdotes presentes con una estola, no en el momento de la comunión solamente, sino desde el comienzo de la misa. Anteriormente, los sacerdotes y diáconos llevaban el hábito coral habitual, sin la estola, y se ponían la estola en el momento de la comunión únicamente. Otra novedad fue situar el lavatorio de los pies no ya al final de la Misa, sino en medio. La reforma apelaba a la restauración de la «veritas horarum» [es decir, el cumplimiento de los «verdaderos tiempos» de los servicios], un argumento usado dentro y fuera de temporada, como un caballo de batalla verdadera. En este caso, sin embargo, la secuencia cronológica dada en el Evangelio fue abandonada, invirtiéndose el orden cronológico de la narrativa del Evangelio. San Juan escribe que el Señor lavó los pies a los Apóstoles después de la cena: «et cena facta» [«habiendo terminado la cena»] (Juan 13:2).

Se escapa a la comprensión el por qué los reformadores, por cualquier motivo oscuro, eligieron arbitrariamente poner el lavatorio de los pies directamente en medio de la misa. Mientras la misa se celebra, en consecuencia, a algunos de los laicos se les permite entrar en el santuario y quitarse los zapatos y los calcetines. Al parecer había un deseo de volver a pensar en lo sagrado del santuario y la prohibición a los laicos de entrar durante los oficios divinos. El lavatorio de los pies, por lo tanto, se empalmó en el ofertorio, un abuso, ya que la celebración de la misa se interrumpía con otros ritos, una práctica basada en la dudosa distinción de la Liturgia de la Palabra y la Liturgia de la Eucaristía. Anteriormente, como indica el Misal de 1952, el rito conocido como el Mandatum, o lavatorio de los pies, se lleva a cabo después de la misa y no en el santuario, después de desnudar los altares y sin interrumpir la misa o permitir a los laicos entrar en el santuario durante el servicio, y con todo respeto a la secuencia cronológica dada en el Evangelio. Al final de la misa, se decidió que todo debía ser quitado del altar, hasta la cruz. Tal vez, sobre la base de un cierto arqueologismo litúrgico, los reformadores deseaban preparar a las almas para el espectáculo de una mesa vacía en el centro del santuario, algo que tiene poco sentido teológicamente. En el Misal de 1952 la cruz permanecía en el altar, velada y acompañada por los candelabros, entronizada allí a la espera de ser desvelada al día siguiente.

Continuaremos mañana con los cambios en las liturgias de Viernes Santo.

 

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