Un domingo cualquiera. Misa de doce. Una parroquia de cuyo nombre no quiero acordarme, a la que no había acudido nunca ni pienso volver. Para un domingo que fui y era la Misa para los niños. Si el novus ordo es ya por sí mismo un rito simplificado, cuando se intenta celebrar “para niños” se abre una peligrosa puerta a la creatividad. Guitarra, melodías pastelosas, sermón sin sustancia de un sacerdote que se pasó toda la Misa intentando hacerse el simpático. Llegó el momento del ofertorio. Una mujer adulta y dos niños entregaron las ofrendas del pan y el vino al sacerdote. La mujer y el niño volvieron a sus bancos; la niña se quedó en el presbiterio, junto al altar, mientras el sacerdote consagraba. Aquello no presagiaba nada bueno. ¿Por qué continuaba allí esa niña? Finalmente, aconteció el horror: la niña, colocada junto al sacerdote tras el altar, elevó el cáliz mientras el presbítero, elevando la patena con el Cuerpo de Cristo, apoyaba la mano sobre su hombro y recitaba la doxología final.
Acabada la Misa, permanecí un buen rato sentada en el banco, perpleja,
triste, indignada. Ante la desazón, me asaltó en primer lugar la pregunta de si
habría sido una Misa “válida”. El P. Lucas Prados escribió en 2016 un artículo
muy interesante a este respecto, que en estos años me ha servido de referencia, en el que explicaba
que “para que una Misa sea tal, ha de realizarse en ella la
consagración del pan y del vino (…); para que la consagración sea válida (y
como consecuencia la Misa también) hacen falta los siguientes requisitos: que
el sacerdote esté válidamente ordenado; que éste pronuncie la fórmula de la
consagración tal como aparece en los libros litúrgicos aprobados por la Santa
Sede y por la Conferencia Episcopal de cada país; que el sacerdote celebrante
tenga la intención de consagrar el pan y el vino, para que así se transformen
en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo; y que para la confección
del sacramento se use la materia prescrita para el mismo: pan ácimo de trigo y
vino de vid”.
Pensaba en todo esto cuando vi
salir al sacerdote de la sacristía y dudé si debía acercarme a hablar con él de
lo sucedido. No le conocía de nada y no tenía ganas de discutir con ese hombre.
Y, mientras me preguntaba si debía escribir una carta a su obispo para explicárselo,
me acordé de las numerosas veces que Natalia Sanmartín Fenollera se lamenta de
que, en la celebración de la Misa, nos conformemos resolviendo si es “válida”;
que se haya reducido el culto a Dios a una cuestión de mínimo imprescindible,
haya abuso o no, y no nos preguntemos por la dignidad del culto que Dios merece.
Esto amplía y profundiza enormemente la reflexión sobre la celebración de la
Misa y, por eso, me gustaría dedicar a Natalia estas breves reflexiones, en las
que recurriré a palabras más autorizadas que las mías para expresar bien este
tema tan delicado. Porque, claro que es importante que la Misa sea válida; es fundamental. Pero,
al mismo tiempo, ¿es lo único importante? ¿Observan la diferencia y la “trampa”
que contiene la pregunta? ¿No es reducir el culto a si es
“válido” un escándalo para el Señor y lo que merece?
Para poder desenmarañar esta
cuestión, es importante comenzar por lo que es la Misa misma. Cuestión que la
mayoría de bautizados ya no somos capaces de responder, y tal vez por eso nos
conformamos con cualquier cosa. Porque, como me explicó un sacerdote
recientemente, la Misa es la actualización del sacrificio de Nuestro Señor
Jesucristo en la Cruz. Por tanto, es sacrificio, y en la celebración del
sacrificio está el sacramento, porque durante la celebración de la actualización del
sacrificio se produce la consagración, que comporta la transubstanciación del
pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, presencia real en cuerpo,
alma y divinidad en el sacramento eucarístico. Esto es importante, porque
muestra claramente que Misa y sacramento de la Eucaristía no son sinónimos, como
ahora se emplean, contribuyendo a la confusión; sino que el sacramento de la
Eucaristía se realiza en la celebración del sacrificio de la Misa. Además, la
Misa es el culto público de la Iglesia a Dios. El sacerdote la celebra primero para
Dios, para dar gloria a Dios. Así pues, la Misa y el sacramento de la
Eucaristía no son lo mismo. Es importante tenerlo claro para comprender lo que
sigue.
El Dr. Taylor Marshall tiene en su perfil de X (Twitter) del pasado siete
de marzo una conversación con Kennedy Hall en la que éste condensa
brillantemente en un minuto la cuestión de la “validez”, que, afirma, no es
suficiente. Transcribo aquí lo más destacado de su intervención: “La validez no
es suficiente. Es un listón bajo. La gente dice: ´Cristo está realmente
presente´. Pero eso es reduccionismo. Si un sacerdote dice las palabras de la
consagración sobre cualquier cesta de pan, asumiendo que tiene los ingredientes
correctos, en la parte trasera de una furgoneta con música heavy metal, ¿es
“válida”? Podría ser. Pero no es digna. Es ofensiva. Y el hecho de que sea
válida es, de alguna manera, una tragedia, porque estás haciendo descender a
Cristo al altar y le estás sujetando a algo que no es digno de su divina
majestad. Por eso, es necesario que la gente se quite de la cabeza esta
comprensión reduccionista de la liturgia. No se trata solamente de la
consagración; como en el Antiguo Testamento no iban simplemente al templo y
decían ´matemos unos cuantos corderos y ya estamos´. Sino que cantaban salmos
durante doce horas con mil hombres presentes cantando a coro y, cuando estaban
suficientemente dispuestos para ofrecer el sacrificio dignamente, siguiendo los
mandamientos dados por Dios a Moisés, entonces se llevaba a cabo el sacrificio
de una manera que pudiera ser aceptada por Dios. Y esto es algo que se ha
perdido completamente en el nuevo rito de la Misa y la cuestión de la validez
básica”. Vemos cómo Kennedy Hall se está lamentando de que la única respuesta
para justificar el novus ordo se base en la “validez”. Eso es lo que Hall
considera situar el listón demasiado bajo, apelando a la dignidad del culto que
Dios merece. El Señor merece más que una “validez”; porque, si lo reducimos a
la “validez”, tanto el novus ordo como el vetus ordo son válidos. Pero, ¿es la
“validez” un argumento suficiente para elegir, siempre que se pueda elegir,
asistir a una Misa novus ordo antes que a una Misa vetus ordo?
Martin Mosebach, autor alemán también de nuestros días, ofrece una
importante aportación en su obra “La herejía de lo informe”, al afirmar que “la
Misa no es un acto legal, algo que se vuelve 'válido' si cumple unos requisitos
mínimos. Imagínese a un canonista tratando de explicar a un recién llegado
confuso a una celebración novus ordo
que lo que ha tenido lugar contiene los elementos imprescindibles ('primero,
segundo, tercero') y, por tanto, es una misa 'válida'. No: la misa no es un
rito mínimo al que se pueden agregar varios ornamentos, según la oportunidad,
para aumentar la conciencia de los participantes. Los ritos, como enseñó
Trento, 'no contienen nada innecesario o superfluo'. No hay nada en ellos que,
bajo una intensa contemplación, no demuestre estar absolutamente henchido de
poder espiritual. Reto a cualquiera a que estudie y reflexione sobre el
significado de cualquier elemento del rito, en particular aquellas partes que
la reforma del Papa Pablo VI consideró innecesarias y superfluas”. Está
afirmando que existe una liturgia que es superior a otra para dar culto a Dios,
y que el concepto “válido” no puede ser suficiente para “defender” el novus
ordo, porque la Misa es algo más que “válida”. El novus ordo es en general más
bajo en rúbricas, porque el rito ha sido “podado”, por decirlo asépticamente; y
en su horizontalidad y simplificación, en muchas ocasiones, lo único que ofrece
es que es “válido”.
Natalia Sanmartín afirma en el prólogo a “El nacimiento de la culturacristiana”, de Rubén Peretó, que “no basta con
que el culto sea válido; la labor de la Iglesia va mucho más allá de garantizar
un certificado mínimo de calidad (…). (Los hombres que nos precedieron) sabían
que desde los días antiguos en que la tierra era joven, cuando Caín y Abel
presentaban ofrendas muy distintas a su Creador, la gran pregunta que debe
hacerse todo hombre es si el culto que ofrece es agradable o no a Dios”.
Por eso, Benedicto XVI decía que la crisis de fe en la segunda mitad del
siglo XX y este primer tercio del XXI es consecuencia de la crisis de la
liturgia, y no al revés. Es decir, el empobrecimiento en el rito, por bien que
se celebre, la horizontalidad, la pérdida de sacralidad, la informalidad, por
no hablar del ensombrecimiento del significado de sacrificio, lleva a un
empobrecimiento y debilitamiento de nuestra fe.
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