lunes, 22 de abril de 2024

Los hermanos "migrantes" (Cardenal Cobo dixit) y la Doctrina Social de la Iglesia


 Podríamos tratar desde perspectivas muy diversas la cuestión de la entrada masiva de inmigrantes ilegales en España, colectivo compuesto mayoritariamente de varones musulmanes jóvenes. Se podría analizar desde la vertiente económica, ruinosa, porque, frente a la falacia de que su cotización laboral pagará nuestras pensiones en el futuro, son en realidad un agujero negro de fondos públicos; se podría observar desde la óptica cultural, considerando los pros y contras del multiculturalismo y el choque de civilizaciones; podríamos razonar sobre los motivos para esta llegada cada vez más numerosa desde la perspectiva de los poderes globalistas y su supuesta estrategia de acabar con la identidad europea y proceder a una sustitución poblacional y cultural. Pero lo pertinente aquí es detenernos en qué dice la Iglesia Católica, pues somos católicos y la Iglesia tiene posiciones bien definidas al respecto que, desgraciadamente, como tantas otras cuestiones, se encuentra actualmente oscurecida y sustituida por enfoques que no son católicos desde dentro de la misma Iglesia. Supongo que, en ocasiones, por simple ignorancia y, en otras… prefiero ni pensarlo.

¿Cómo entender la postura de todo un cardenal de la Iglesia Católica, el de Madrid, don José Cobo, cuando habla de “los hermanos migrantes” y las supuestas bondades de la regularización masiva de varones jóvenes musulmanes que son los mayores responsables respecto a su porcentaje total dentro de la población de nuestro país (lo dicen los datos estadísticos, no yo) del aumento de la violencia en las calles, los robos, las palizas y los abusos sexuales a mujeres. Yo no sé ustedes, pero yo hace más de dos años que no piso el metro de Barcelona ni camino por las calles del Raval, que tanto me gustaban antes, con sus pequeños bares de barrio; y no lo hago porque me da miedo, sencillamente. Las palabras del cardenal Cobo, “los hermanos migrantes” desprenden un tufillo new age buenista nada católico.

¿Conocen al joven francés Julien Langella, de Academia Christiana, y su libro de 2017 “Católicos e identitarios, de la protesta a la reconquista”? Es una obra dura, expuesta desde la perspectiva francesa, que es sin duda diferente de la nuestra, porque en el país vecino muchos magrebíes y africanos son nacidos en territorio francés. No quisiera hacer un spoiler de esta obra, que vale mucho la pena leer. Sólo quisiera presentarla y centrarme en lo que el autor expone sobre la doctrina social de la Iglesia. Porque estos escritos no tienen pretensiones teológicas, sino solamente mostrar la perplejidad de una católica cualquiera que intenta informarse como puede de lo que verdaderamente dice y ha dicho siempre la Iglesia al respecto de las diversas cuestiones que nos rodean.

Así que vamos a seguir esta obra, “Católicos e identitarios”, para conocer lo básico de la Doctrina Social de la Iglesia en materia de inmigración y su olvido actual por parte de muchos fieles y prelados. El libro analiza “el último medio siglo de ideologías mortales y de liberalismo vacuo, universalista y multicultural” (como podemos leer en la contraportada). Langella tiene un mensaje claro basado en la Biblia y en las enseñanzas tradicionales de la Iglesia: “hay que resistir, hay que luchar y debemos defender la grandeza de nuestras identidades porque en ello va la supervivencia de la fe en Europa y la conservación misma de la civilización cristiana”.

Afirma Langella al respecto del “huracán migratorio no europeo” de los últimos 40 años y la Iglesia, que una mirada verdaderamente católica sobre la situación debe basarse en una apreciación justa de los hechos, en una constatación de la verdad. En pocas décadas, Europa ha conocido un gran cambio poblacional, en que la inmigración tiene ya una amplitud cercana al cataclismo porque se trata de una inmigración de repoblación. Las páginas 157 y siguientes de la obra de Langella son fundamentales en el tema que nos ocupa. Afirma el autor que “nuestro olvido de la realidad viene del pensamiento occidental moderno que afirma la primacía de la voluntad sobre la realidad: es el cogito ergo sum de Descartes; ya no hay una realidad objetiva, sino que la esencia de las cosas depende de la mirada particular que tengamos sobre ellas. Todo se convierte en discutible. Y numerosos católicos han sucumbido a este veneno intelectual. Ya no hay debates serenos; sólo moralismo, sentimentalismo.

Pero, ¿qué es lo que verdaderamente dice la Iglesia? A lo largo de la historia, la Iglesia no ha dejado de combatir por su libertad. Libertad de autogobernarse, de llevar la Palabra de Dios al mundo entero, de instruir a las sociedades humanas en unos principios de vida esenciales. Porque la naturaleza humana debe respetar un mínimo de reglas inscritas en su constitución si quiere vivir y prosperar. Por eso, la Iglesia ha desarrollado una doctrina social (pp. 159 ss), conjunto de principios políticos procedentes de la fe y de la observación de las relaciones humanas, para ayudar a los hombres a gobernar la ciudad (polis) con vistas al bien común (Catecismo de la Iglesia Católica, #2423). La Iglesia proporciona criterios de juicio, da orientaciones para la acción; tiene un punto de vista sobre la libertad, la autoridad, la familia, la propiedad o el trabajo: nociones cuya interpretación tiene importantes consecuencias en la vida pública. Por eso, la Iglesia, que no busca más que empujar las almas hacia Dios, tiene algo que decir en el entorno social de los hombres. No todos los entornos son neutrales en el plano de la fe: algunos ayudan al hombre a elevarse hacia Dios, a vivir en coherencia consigo mismo; otros, llevan al pecado.

Entre las grandes preocupaciones de la Doctrina Social están los movimientos de poblaciones. La Iglesia no ignora que la inmigración puede amenazar la paz y el equilibrio de las sociedades de acogida (Langella, p. 160). Atenta a la amplitud creciente del fenómeno, formuló unos principios claros que pudieran servir de brújula. En 1948, Pío XII afirmaba que, cuando en algunos países no es posible una existencia digna, “deben liberarse las vías de la inmigración” para quienes se ven forzados a abandonar su hogar e instalarse en el extranjero; deben cumplirse los principios de que el emigrante se vea “forzado” a abandonar su país y debe ser al mismo tiempo “necesitado” en el lugar de destino, limitando la acogida al bien común. De aquí, se pasó, en los turbulentos años 1960, con Pablo VI y su carta apostólica Pastoralis miratorum cura de 1969, a un cambio de discurso en la doctrina social de la Iglesia, pasando del deber de caridad hacia el oprimido a la puesta en valor ideológica de la inmigración como algo absoluto. ¿Les suena? Es lo que Julien Langella denomina, utilizando palabras de Dom Gérard, monje benedictino fundador de Le Barroux, la “herejía mundialista”, un intento de reconstrucción de la torre de Babel, tomando a la criatura por el Creador, como en toda herejía. Este sueño de Babel, en que se alcanzaría el paraíso terrestre a través de la mezcla de pueblos y razas, es profundamente anticristiano; y está, además, en contradicción total con la enseñanza habitual de los papas, según la cual el deber de hospitalidad, que se deriva de la caridad, está limitado por las exigencias del bien común.

Las declaraciones de Juan Pablo II y Benedicto XVI fueron en el mismo sentido que las de Pío XII, mientras que Francisco ha cambiado el rumbo, siguiendo tal vez la estela de Pablo VI o guiado por sus convicciones personales desde una perspectiva iberoamericana y la asunción de la leyenda negra sobre la evangelización de América. Para san Juan Pablo II, el derecho a emigrar “tiene que reglamentarse, ya que su aplicación descontrolada podría ser peligrosa y perjudicial para el bien común de las comunidades que acogen a los migrantes”. Para Benedicto XVI, “los Estados tienen el derecho de reglamentar los flujos migratorios y defender sus fronteras garantizando siempre el respeto debido a la dignidad de cada persona humana”. Se garantiza este equilibrio por el acuerdo entre justicia y caridad: “Quien ama a los demás con caridad primero es justo con ellos”, recuerda Benedicto XVI, y “la caridad exige la justicia: el reconocimiento y el respeto de los derechos legítimos de los individuos y los pueblos”. Entre esos derechos, innegablemente está el de vivir en paz según su propia identidad, lo que es posible por la soberanía del Estado, preparado para proteger a su pueblo. Es este derecho el que resulta violado con la apertura ciega de las fronteras europeas. El Catecismo admite que “las autoridades políticas pueden, con el objetivo del bien común, subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas, sobre todo el respeto de los deberes de los migrantes respecto a su país de adopción. Al inmigrante se le supone respeto y reconocimiento hacia el patrimonio material y espiritual del país de acogida” (#2241). Situando la primacía del bien común y sometiendo la acogida de los inmigrantes a la apreciación libre de los Estados soberanos, la Iglesia recuerda que la Doctrina Social no es un programa político sino un conjunto de orientaciones generales que deben adaptarse a cada realidad particular.

Pero aquí aparece la figura del “escurridizo Papa Francisco”, como lo denomina Langella, representante desde el inicio de su pontificado de la izquierda biempensante (p. 170). Se vio desde el inicio: la clave fue su viaje a Lampedusa en julio de 2013, el primer viaje que quiso hacer, a esta isla que alberga un campo de inmigrantes ilegales superpoblado. Allí, recordando a los muertos en el Mediterráneo, el papa pronunció una encendida diatriba contra la “mundialización de la indiferencia”. Declaraciones posteriores incluyen calificativos como que “los migrantes son la carne de la Iglesia” (2015). Y así, muchos prelados han seguido desde entonces la estela del papa Francisco con respecto a las supuestas bondades de la apertura indiscriminada de fronteras, intentando confundirnos, haciéndonos creer que aceptarlo es la verdadera caridad cristiana y apelando de manera manipulada la parábola del buen samaritano. Pareciera que, cristianamente, se haya convertido hoy en pecado la protección de las fronteras. Los católicos estamos intoxicados, como el resto de los buenistas europeos, de argumentos emotivos y una suerte de preferencia extranjera (que pasa además por el odio a lo propio).

Por gracia de Dios, algunos obispos europeos resisten a esta confusión, como monseñor Laszlo Kiss-Rigó, obispo de Szeged en sur de Hungría, quien declaró en 2015 que “no se trataba de “refugiados”, sino de una invasión. Vienen aquí gritando “Allah akbar”. La mayor parte de ellos se comporta de forma muy arrogante y cínica”. Y violenta, añadiríamos. ¿Alguno de ustedes había visto antes en sus ciudades que se atacara a las personas a machetazos? Unos machetes de medio metro de largos con los que los individuos parecen salir a la calle con la misma naturalidad con que llevan un teléfono móvil…

En fin, apelando a la doctrina social de la Iglesia, pero también al sentido común, ¿cómo puede ser considerado racismo o xenofobia, e incluso falta de solidaridad, ver la inmigración masiva islámica como una amenaza a la paz social y a nuestra cultura de raíz cristiana? La tibieza, el chantaje de la vergüenza social, el miedo al qué dirán, al ostracismo y a otras coartadas de la buena conciencia nos llevan a asumir posturas que poco o nada tienen que ver con la doctrina social de la Iglesia y a ser cómplices de esta situación que nos lleva al suicido espiritual y cultural.

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