Podríamos tratar desde perspectivas muy diversas la cuestión de la entrada masiva de inmigrantes ilegales en España, colectivo compuesto mayoritariamente de varones musulmanes jóvenes. Se podría analizar desde la vertiente económica, ruinosa, porque, frente a la falacia de que su cotización laboral pagará nuestras pensiones en el futuro, son en realidad un agujero negro de fondos públicos; se podría observar desde la óptica cultural, considerando los pros y contras del multiculturalismo y el choque de civilizaciones; podríamos razonar sobre los motivos para esta llegada cada vez más numerosa desde la perspectiva de los poderes globalistas y su supuesta estrategia de acabar con la identidad europea y proceder a una sustitución poblacional y cultural. Pero lo pertinente aquí es detenernos en qué dice la Iglesia Católica, pues somos católicos y la Iglesia tiene posiciones bien definidas al respecto que, desgraciadamente, como tantas otras cuestiones, se encuentra actualmente oscurecida y sustituida por enfoques que no son católicos desde dentro de la misma Iglesia. Supongo que, en ocasiones, por simple ignorancia y, en otras… prefiero ni pensarlo.
¿Cómo entender la postura de todo
un cardenal de la Iglesia Católica, el de Madrid, don José Cobo, cuando habla
de “los hermanos migrantes” y las supuestas bondades de la regularización masiva de varones jóvenes
musulmanes que son los mayores responsables respecto a su porcentaje total
dentro de la población de nuestro país (lo dicen los datos estadísticos, no yo)
del aumento de la violencia en las calles, los robos, las palizas y los abusos
sexuales a mujeres. Yo no sé ustedes, pero yo hace más de dos años que no piso
el metro de Barcelona ni camino por las calles del Raval, que tanto me gustaban
antes, con sus pequeños bares de barrio; y no lo hago porque me da miedo,
sencillamente. Las palabras del cardenal Cobo, “los hermanos migrantes”
desprenden un tufillo new age buenista nada católico.
¿Conocen al joven francés Julien
Langella, de Academia Christiana, y su libro de 2017 “Católicos e identitarios,
de la protesta a la reconquista”? Es una obra dura, expuesta desde la
perspectiva francesa, que es sin duda diferente de la nuestra, porque en el
país vecino muchos magrebíes y africanos son nacidos en territorio francés. No
quisiera hacer un spoiler de esta obra, que vale mucho la pena leer. Sólo
quisiera presentarla y centrarme en lo que el autor expone sobre la doctrina
social de la Iglesia. Porque estos escritos no tienen pretensiones teológicas,
sino solamente mostrar la perplejidad de una católica cualquiera que intenta
informarse como puede de lo que verdaderamente dice y ha dicho siempre la
Iglesia al respecto de las diversas cuestiones que nos rodean.
Así que vamos a seguir esta obra,
“Católicos e identitarios”, para conocer lo básico de la Doctrina Social de la
Iglesia en materia de inmigración y su olvido actual por parte de muchos fieles
y prelados. El libro analiza “el último medio siglo de ideologías mortales y de
liberalismo vacuo, universalista y multicultural” (como podemos leer en la
contraportada). Langella tiene un mensaje claro basado en la Biblia y en las
enseñanzas tradicionales de la Iglesia: “hay que resistir, hay que luchar y
debemos defender la grandeza de nuestras identidades porque en ello va la
supervivencia de la fe en Europa y la conservación misma de la civilización
cristiana”.
Afirma Langella al respecto del
“huracán migratorio no europeo” de los últimos 40 años y la Iglesia, que una
mirada verdaderamente católica sobre la situación debe basarse en una
apreciación justa de los hechos, en una constatación de la verdad. En pocas
décadas, Europa ha conocido un gran cambio poblacional, en que la inmigración
tiene ya una amplitud cercana al cataclismo porque se trata de una inmigración
de repoblación. Las páginas 157 y siguientes de la obra de Langella son
fundamentales en el tema que nos ocupa. Afirma el autor que “nuestro olvido de
la realidad viene del pensamiento occidental moderno que afirma la primacía de
la voluntad sobre la realidad: es el cogito
ergo sum de Descartes; ya no hay una realidad objetiva, sino que la esencia
de las cosas depende de la mirada particular que tengamos sobre ellas. Todo se
convierte en discutible. Y numerosos
católicos han sucumbido a este veneno intelectual. Ya no hay debates
serenos; sólo moralismo, sentimentalismo.
Pero, ¿qué es lo que
verdaderamente dice la Iglesia? A lo largo de la historia, la Iglesia no ha
dejado de combatir por su libertad. Libertad de autogobernarse, de llevar la
Palabra de Dios al mundo entero, de instruir a las sociedades humanas en unos
principios de vida esenciales. Porque la naturaleza humana debe respetar un
mínimo de reglas inscritas en su constitución si quiere vivir y prosperar. Por
eso, la Iglesia ha desarrollado una doctrina social (pp. 159 ss), conjunto de
principios políticos procedentes de la fe y de la observación de las relaciones
humanas, para ayudar a los hombres a gobernar la ciudad (polis) con vistas al
bien común (Catecismo de la Iglesia Católica, #2423). La Iglesia proporciona
criterios de juicio, da orientaciones para la acción; tiene un punto de vista
sobre la libertad, la autoridad, la familia, la propiedad o el trabajo: nociones
cuya interpretación tiene importantes consecuencias en la vida pública. Por
eso, la Iglesia, que no busca más que empujar las almas hacia Dios, tiene algo
que decir en el entorno social de los hombres. No todos los entornos son
neutrales en el plano de la fe: algunos ayudan al hombre a elevarse hacia Dios,
a vivir en coherencia consigo mismo; otros, llevan al pecado.
Entre las grandes preocupaciones
de la Doctrina Social están los movimientos de poblaciones. La Iglesia no
ignora que la inmigración puede amenazar la paz y el equilibrio de las
sociedades de acogida (Langella, p. 160). Atenta a la amplitud creciente del
fenómeno, formuló unos principios claros que pudieran servir de brújula. En
1948, Pío XII afirmaba que, cuando en algunos países no es posible una
existencia digna, “deben liberarse las vías de la inmigración” para quienes se
ven forzados a abandonar su hogar e instalarse en el extranjero; deben
cumplirse los principios de que el emigrante se vea “forzado” a abandonar su
país y debe ser al mismo tiempo “necesitado” en el lugar de destino, limitando
la acogida al bien común. De aquí, se pasó, en los turbulentos años 1960, con
Pablo VI y su carta apostólica Pastoralis
miratorum cura de 1969, a un
cambio de discurso en la doctrina social de la Iglesia, pasando del deber de
caridad hacia el oprimido a la puesta en
valor ideológica de la inmigración como algo absoluto. ¿Les suena? Es lo
que Julien Langella denomina, utilizando palabras de Dom Gérard, monje
benedictino fundador de Le Barroux, la “herejía mundialista”, un intento de
reconstrucción de la torre de Babel, tomando a la criatura por el Creador, como
en toda herejía. Este sueño de Babel, en que se alcanzaría el paraíso terrestre
a través de la mezcla de pueblos y razas, es profundamente anticristiano; y
está, además, en contradicción total con la enseñanza habitual de los papas,
según la cual el deber de hospitalidad, que se deriva de la caridad, está
limitado por las exigencias del bien común.
Las declaraciones de Juan Pablo
II y Benedicto XVI fueron en el mismo sentido que las de Pío XII, mientras que
Francisco ha cambiado el rumbo, siguiendo tal vez la estela de Pablo VI o
guiado por sus convicciones personales desde una perspectiva iberoamericana y
la asunción de la leyenda negra sobre la evangelización de América. Para san
Juan Pablo II, el derecho a emigrar “tiene que reglamentarse, ya que su
aplicación descontrolada podría ser peligrosa y perjudicial para el bien común
de las comunidades que acogen a los migrantes”. Para Benedicto XVI, “los
Estados tienen el derecho de reglamentar los flujos migratorios y defender sus
fronteras garantizando siempre el respeto debido a la dignidad de cada persona
humana”. Se garantiza este equilibrio por el acuerdo entre justicia y caridad:
“Quien ama a los demás con caridad primero es justo con ellos”, recuerda
Benedicto XVI, y “la caridad exige la justicia: el reconocimiento y el respeto
de los derechos legítimos de los individuos y los pueblos”. Entre esos
derechos, innegablemente está el de vivir en paz según su propia identidad, lo
que es posible por la soberanía del Estado, preparado para proteger a su
pueblo. Es este derecho el que resulta violado con la apertura ciega de las
fronteras europeas. El Catecismo admite que “las autoridades políticas pueden,
con el objetivo del bien común, subordinar el ejercicio del derecho de
inmigración a diversas condiciones jurídicas, sobre todo el respeto de los
deberes de los migrantes respecto a su país de adopción. Al inmigrante se le
supone respeto y reconocimiento hacia el patrimonio material y espiritual del
país de acogida” (#2241). Situando la primacía del bien común y sometiendo la
acogida de los inmigrantes a la apreciación libre de los Estados soberanos, la
Iglesia recuerda que la Doctrina Social no es un programa político sino un
conjunto de orientaciones generales que deben adaptarse a cada realidad
particular.
Pero aquí aparece la figura del
“escurridizo Papa Francisco”, como lo denomina Langella, representante desde el
inicio de su pontificado de la izquierda biempensante
(p. 170). Se vio desde el inicio: la clave fue su viaje a Lampedusa en julio de
2013, el primer viaje que quiso hacer, a esta isla que alberga un campo de inmigrantes
ilegales superpoblado. Allí, recordando a los muertos en el Mediterráneo, el
papa pronunció una encendida diatriba contra la “mundialización de la
indiferencia”. Declaraciones posteriores incluyen calificativos como que “los
migrantes son la carne de la Iglesia” (2015). Y así, muchos prelados han
seguido desde entonces la estela del papa Francisco con respecto a las
supuestas bondades de la apertura indiscriminada de fronteras, intentando
confundirnos, haciéndonos creer que aceptarlo es la verdadera caridad cristiana
y apelando de manera manipulada la parábola del buen samaritano. Pareciera que,
cristianamente, se haya convertido hoy en pecado la protección de las
fronteras. Los católicos estamos intoxicados, como el resto de los buenistas
europeos, de argumentos emotivos y una suerte de preferencia extranjera (que
pasa además por el odio a lo propio).
Por gracia de Dios, algunos
obispos europeos resisten a esta confusión, como monseñor Laszlo Kiss-Rigó,
obispo de Szeged en sur de Hungría, quien declaró en 2015 que “no se trataba de
“refugiados”, sino de una invasión. Vienen aquí gritando “Allah akbar”. La
mayor parte de ellos se comporta de forma muy arrogante y cínica”. Y violenta,
añadiríamos. ¿Alguno de ustedes había visto antes en sus ciudades que se
atacara a las personas a machetazos? Unos machetes de medio metro de largos con
los que los individuos parecen salir a la calle con la misma naturalidad con
que llevan un teléfono móvil…
En fin, apelando a la doctrina
social de la Iglesia, pero también al sentido común, ¿cómo puede ser
considerado racismo o xenofobia, e incluso falta de solidaridad, ver la
inmigración masiva islámica como una amenaza a la paz social y a nuestra
cultura de raíz cristiana? La tibieza, el chantaje de la vergüenza social, el
miedo al qué dirán, al ostracismo y a otras coartadas de la buena conciencia
nos llevan a asumir posturas que poco o nada tienen que ver con la doctrina
social de la Iglesia y a ser cómplices de esta situación que nos lleva al
suicido espiritual y cultural.
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