Fue san Juan Pablo II quien acuñó la expresión que se utiliza hoy en la Iglesia para referirse al pueblo judío como “nuestros hermanos mayores en la fe”. Es decir, antes de 1978 esa expresión no había existido en la Iglesia Católica… Ciertamente, Israel fue el pueblo elegido por Dios en el Antiguo Testamento para revelarse, y en el pueblo judío se encarnó el Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Pero esta expresión, “hermanos mayores”, me sonaba tan extraña que decidí investigar un poco al respecto y me gustaría compartirles algunas reflexiones. Ya saben que este blog no tiene pretensiones teológicas, sino solamente resolver las dudas que se le presentan a cualquier bautizado ante las distintas cuestiones que conciernen a la fe y la vida de la Iglesia.
Al parecer, existe
como mínimo discontinuidad entre lo que la Iglesia afirmó siempre sobre el
pueblo judío y el significado que se atribuye a esta expresión de “hermanos
mayores en la fe”. Comencemos, cómo no, con el Concilio Vaticano II: la discontinuidad
de la que hablamos procede de la declaración Nostra Aetate (NA), del 28 de
octubre de 1965. En esta declaración se quiso explicitar “cuáles eran las
relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas” (NA 1). El cuarto
punto de la declaración (NA 4) se refiere a la religión judía, tratando de explicar
los vínculos que ligan a la Iglesia con el pueblo judío. Así, la declaración nota
que la salvación fue primero revelada por una alianza divina con el pueblo
judío en la persona de Abraham y luego desplegada en una ley comunicada a
Moisés. “Es en el seno de aquel pueblo que el Salvador nació, y que han sido
elegidos los Apóstoles quienes han inaugurado la Iglesia. El pueblo judío en su
mayoría rechazó a Cristo, aunque haya sido anunciado y haya probado
suficientemente que era el Mesías anunciado por los profetas”. La Iglesia es
reconocida como “el nuevo pueblo de Dios”, pero en razón de las afirmaciones de
San Pablo en la epístola a la Romanos (Rm 11), sostiene que un cierto favor se
conserva para el pueblo judío, y espera que todos los pueblos se conviertan. La
Declaración afirma que no hay que considerar al pueblo judío como reprobado,
deplora las vejaciones que ha recibido y recuerda que la Iglesia tiene el deber
de anunciar “la cruz de Cristo como fuente de toda gracia”. El texto evitacon habilidad toda afirmación demasiado desagradable para los judíos: ningún recuerdo de la maldición
proferida por los judíos en contra de ellos mismos ante Pilato (Mt 27, 25), ni
tampoco de las exhortaciones proferidas por los primeros predicadores de la Iglesia
a abrazar la fe cristiana (Hch 7).
Nostra Aetate fue uno
de los documentos más innovadores del Vaticano II y uno de los más difíciles de
diseñar y de aprobar por razones teológicas y políticas, internas y externas a
la Iglesia. La declaración fue diseñada en el cruce de varios caminos de los
que brota una nueva conciencia histórica en la Iglesia: la profundización del
significado del judaísmo de Jesús, una percepción nueva de ser una única
humanidad en el mundo global, pero especialmente la toma de conciencia de la
responsabilidad de los cristianos en el antisemitismo y el surgimiento de los
estudios sobre el Holocausto. En cierto sentido, Nostra Aetate es el más
“protestante” de los documentos de un concilio de la Iglesia católica como fue
el Vaticano II, porque todas las citas son de la Escritura; sola Scriptura, y
no de la tradición. Este hecho se vuelve tanto más importante si leemos el
comienzo del párrafo 4 de Nostra Aetate: “Al investigar el misterio de la
Iglesia, este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el Pueblo del
Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham”. No se cita
a la tradición teológica católica, ni siquiera cuando habla del misterio de la
Iglesia. Nostra Aetate anuncia un
desplazamiento fundamental; anuncia algo así como que la nueva relación
entre judíos y cristianos debe ser vivida para llegar a ser entendida
teológicamente.
Durante el
pontificado de Juan Pablo II se hizo clara una convergencia entre su
experiencia vivida con judíos en Polonia, su interpretación de la Segunda
Guerra Mundial como parte esencial de la comprensión teológica moderna del
mundo y la conciencia de la nueva tarea del papado global en un mapa mundial
sin colonias, especialmente en el Medio Oriente. En los años 90 hubo varias declaraciones
de episcopados europeos y de los EE.UU. sobre la historia del antisemitismo. El
año 1986, el Papa realizó una visita histórica a la Sinagoga de Roma (primera
visita de un papa, el 13 de abril de 1986) y se llevó a cabo la oración interreligiosa por la paz en Asís (27 de
octubre de 1986). El 12 de marzo 2000 en San Pedro pidió perdón, cuando un
cardenal recitó solemnemente una “Confesión de pecados cometidos contra el
pueblo de Israel”.
La relación entre
cristianos y judíos pasó a denominarse en la segunda mitad del siglo XX y
primer tercio del XXI “diálogo”. La
línea seguida fue el camino abierto por el Concilio, destacando que el
cristianismo y el judaísmo posterior a la ruina de Jerusalén son como hermanos,
descendientes del judaísmo del primer siglo: “como suele acontecer normalmente
entre hermanos– se han desarrollado siguiendo direcciones diferentes”, afirma
el documento conmemorativo del 50 aniversario de Nostra Aetate, de 2015 (DLI
15). En particular, como los judíos se refieren al Antiguo Testamento, su
interpretación debe ser considerada como “una lectura posible”, a la cual se
presta, tanto como la lectura cristiana (DLI 25 y 31). Sin embargo, se recuerda
que Cristo es Salvador de todos, “no hay dos vías paralelas de salvación” (DLI
35). Somos conducidos al segundo elemento: el pueblo judío tiene un lugar
especial y difícil de definir en la historia de la salvación: si la Iglesia es “el nuevo pueblo de Dios”
(NA 4), hay que rechazar la teoría de la sustitución de la Iglesia con este
pueblo, como del nuevo Israel con el antiguo, por ser “desprovista de todo
fundamento”, incluso en la epístola a los Hebreos (DLI 17). La Iglesia es más
bien el cumplimiento de las promesas hechas a Israel (DLI 23) y de la antigua
alianza que no es reprobada, sino cumplida (DLI 27). Pareciera según esta
interpretación que el plan de la salvación de Dios requiere la permanencia de
Israel, no sólo como pueblo, sino también como religión, ya que “que los judíos
son partícipes de la salvación de Dios es teológicamente incuestionable; pero
cómo pueda ser esto posible sin confesar a Cristo explícitamente, es y seguirá
siendo un misterio divino insondable” (DLI 36).
De esto, se sigue que
la actitud de la Iglesia para con los judíos debe ser la de no hacer
proselitismo, ya que hay que considerar su evangelización “con unos parámetros
diferentes a los que adopta para el trato con las gentes de otras religiones y
concepciones del mundo” (DLI 40). Hay una discreta alusión hecha tanto a los
judíos como a los gentiles a que reciban el bautismo (DLI 41), pero todo acaba
resumido en un diálogo entre iguales,
cada uno con su verdad, que “tendrá finalmente como meta el procurar que los
católicos aprendan de los judíos lo que concierne a la interpretación de la
Escritura (DLI 44), el trabajar por la paz en Israel (DLI 46) y el ser un
testimonio de la beneficencia común a favor del Dios de la alianza (DLI 49)”.
Lo importante para
nosotros hoy y para el futuro de la Iglesia es comprender en qué medida Nostra Aetate
y su recepción —especialmente la recepción papal— ha creado una nueva tradición. El Vaticano II viene
cronológicamente después de la creación del Estado de Israel en 1948, y el tema
del Estado de Israel jugó un papel enorme en la redacción de Nostra Aetate; los
obispos católicos de los países árabes en el Vaticano II se opusieron a la
introducción de la mera palabra “Israel”: su aparición parecía justificar a
Israel como entidad política. Ello traería consecuencias fuertes para las comunidades
cristianas que viven en países árabes. Fue una de las razones por las cuales
Nostra Aetate habla de Israel solo desde un punto de vista religioso, evitando
premeditadamente el tema del Estado de Israel. Para entender Nostra Aetate, por
tanto, hemos de fijar nuestra mirada en la tríada Segunda Guerra Mundial y
Holocausto – Estado de Israel – Vaticano II.
Recapitulando: hemos
visto que la declaración con que se conmemoró el 50º aniversario de Nostra
Aetate afirmaba que si la Iglesia es “el
nuevo pueblo de Dios” (NA 4), hay que rechazar la teoría de la sustitución de
la Iglesia con este pueblo, como del nuevo Israel con el antiguo, por ser
“desprovista de todo fundamento”, incluso en la epístola a los Hebreos (DLI
17). La Iglesia es más bien el cumplimiento de las promesas hechas a Israel
(DLI 23) y de la antigua alianza que no es reprobada, sino cumplida (DLI 27).
Suena contradictorio, ¿no? Además, y esto es lo importante, ¿es esto lo que siempre afirmó la Iglesia Católica Apostólica sobre
los judíos y la relación entre cristianos y judíos? La respuesta parece ser
un claro NO.
El historiador
católico Roberto de Mattei, en su libro El Concilio Vaticano II. Unahistoria nunca escrita,
apunta también a las cuestiones del nuevo
concepto de ecumenismo y diálogo interreligioso y a la libertad religiosa
como puntos a partir de los cuales se introduce en la Iglesia el relativismo de considerar a todas las
religiones iguales. Narra el profesor de Mattei cómo se introdujo, en relación
a las otras religiones, la cuestión del “diálogo”,
recomendando que los cristianos se acostumbrasen a considerar las religiones no
cristianas en su auténtico significado, que es el de ser interiormente (ad
intra) caminos de búsqueda de Dios. Aun afirmando que la Iglesia constituye el
medio necesario para la salvación de todos, se insiste en la necesidad del diálogo que disponga para acoger los
valores que se encuentran en las religiones no cristianas, que están como
orientadas hacia Cristo y hacia la Iglesia”. En la cuestión particular
referente a los judíos, durante el Concilio Vaticano II, los cardenales Bea y
Lercaro insistían en eximir a los judíos de toda culpa en la Pasión y muerte de
Cristo, que debía atribuirse a los pecados de todos los hombres. El cardenal
Luigi Ciappi, remitiéndose a santo Tomás (Summa Theologica, IIIa, q. 47, a. 5
ad 3), replicaba sin embargo que los judíos eran realmente culpables del
deicidio y que la Iglesia debía dedicarse a su conversión.
En referencia a las
afirmaciones de santo Tomás, citaremos ahora la importante contribución actual
del Dr. Taylor Marshall en su libro, no traducido al español, The Crucified
Rabbi, El rabino crucificado, “El judaísmo y los orígenes de la cristiandad
católica”. En esta fantástica obra, Marshall no hace más que explicar lo que la
Iglesia siempre dijo, pero que ha quedado oscurecido después del Concilio
Vaticano II: que la Iglesia reemplaza al
pueblo judío como pueblo de Dios, algo que la DLI de 2015 niega explícitamente.
En un argumentado desarrollo en que va poniendo en paralelo al Mesías judío
y el Cristo católico, el reino judío y la Iglesia Católica, el bautismo, la
Pascua, el sacerdocio, el templo judío y la catedral católica, la sinagoga
judía y la parroquia católica y otros temas relevantes, Marshall se plantea,
consciente de que el papel de la Iglesia en relación al judaísmo ha sido
siempre un tema difícil para los cristianos, la cuestión de si la Iglesia Católica reemplazó al pueblo
judío en el Pentecostés del año 33. Traduzco
las palabras de Marshall: “La enseñanza de los Padres de la Iglesia y Santo
Tomás de Aquino mantiene que el Israel carnal justamente anterior a la Segunda
Venida de Cristo se convertirá a la fe católica en anticipación al conflicto
final entre la Iglesia y el Anticristo (…). El sello de la Alianza del bautismo
ha reemplazado al de la circuncisión. En otras palabras, el pueblo de Dios está
marcado y reunido a través de los sacramentos de la Nueva Ley y no a través de
los ritos de la Antigua Ley. Por tanto, el Pueblo de Dios, o Nuevo Israel, es
la Iglesia Católica. De manera similar, San Pablo se refiere a la Iglesia de
Cristo como el “Israel de Dios” reconstituido en su epístola a los Gálatas.
Así, tanto para San Pablo como para la Iglesia primitiva, la Iglesia Católica
era el nuevo Israel. La Alianza salvífica de Dios y la demarcación sacramental
para el pueblo de Dios ya no era el Israel carnal. ¿Cuál es entonces la manera correcta de describir esta transición? En
la versión de la Vulgata de Romanos 11, 24, leemos: “Porque si tú fuiste
cortado del olivo silvestre que eras por naturaleza, para ser injertado
(insertus) contra tu natural en un olivo cultivado, ¡con cuánta más razón
ellos, según su naturaleza, serán injertados (inseretur) en su propio olivo?”. San Pablo explica que los judíos
fueron “quebrados” y reemplazados por gentiles que fueron “injertados”. Este
lenguaje de injerción o inserción es ciertamente bíblico y tradicional. Pero,
para Marshall, el mejor término para describir la transición del Antiguo
Testamento al Nuevo Testamento es el de sustitución.
Su convicción se basa en el lenguaje empleado por santo Tomás de Aquino para
referirse a esta cuestión. Santo Tomás utiliza el término substituendus para describir la
relación entre los judíos que rechazaron a Cristo y los gentiles que recibieron
a Cristo. Jesús ya lo dejó bien explicado en la parábola de los viñateros
homicidas.
Parece pues que la
cuestión de la relación entre cristianos y judíos sufrió una ruptura y nueva
dirección tras el Concilio Vaticano II, que estuvo tal vez demasiado
condicionado por el contexto histórico post-holocausto. Lo que es grave, además
de esta influencia, es que este cambio de línea se realizó obviando (es decir,
ignorando) la cuestión de que el
judaísmo talmúdico no es el judaísmo del Antiguo Testamento. “Me convertí
en cristiano católico – desde el episcopalianismo - porque me di cuenta de que
solamente la Iglesia Católica podía trazar su doctrina, liturgia, costumbres y
moralidad hasta los inicios judíos cuando un rabino llamado Jesús caminó por
Tierra Santa con un puñado de discípulos. Como cristiano católico, estoy
enlazado no sólo con la Iglesia Primitiva, sino también con la antigua
tradición del Antiguo Testamento”. Pero esto es, sabiendo que esa tradición
judía y el judaísmo talmúdico no son la misma cosa.
Encontramos aquí,
creo, un error clásico del modernismo en la Iglesia: la confusión de los conceptos de “desarrollo” y “evolución” en lo que
se refiere a la doctrina católica y la noción de un evolucionismo religioso.
Seguimos aquí la argumentación al respecto de John Senior en su obra La muerte de la cultura cristiana:
“Evolución, dice Newman, no es desarrollo. En el desarrollo, lo que es dado de
una vez y para siempre al comienzo es meramente explicitado. Lo que fue dado de
una vez para siempre en la Escritura y la Tradición ha sido clarificado en
generaciones sucesivas, pero sólo por adición, nunca por contradicción; por el
contrario, la evolución funciona mediante la negación (…). Concebido positivamente,
el desarrollo es radicalmente conservador, permitiendo sólo aquel cambio que
ayude a la doctrina a seguir siendo verdadera al definir los errores que
aparecen en cada edad. Por tanto, no
puede haber contradicción entre cómo la Iglesia explicó durante siglos un
cierto tema y cómo lo explica en los últimos 60 años. Ante tal contradicción,
una de las dos líneas de explicación debe ser errada; y la que se ha desviado
recientemente tiene todas las papeletas para serlo.
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