sábado, 22 de junio de 2024

¿Cambio de opinión en el Concilio Vaticano II? Los judíos, "nuestros hermanos mayores en la fe"


 Fue san Juan Pablo II quien acuñó la expresión que se utiliza hoy en la Iglesia para referirse al pueblo judío como “nuestros hermanos mayores en la fe”. Es decir, antes de 1978 esa expresión no había existido en la Iglesia Católica… Ciertamente, Israel fue el pueblo elegido por Dios en el Antiguo Testamento para revelarse, y en el pueblo judío se encarnó el Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Pero esta expresión, “hermanos mayores”, me sonaba tan extraña que decidí investigar un poco al respecto y me gustaría compartirles algunas reflexiones. Ya saben que este blog no tiene pretensiones teológicas, sino solamente resolver las dudas que se le presentan a cualquier bautizado ante las distintas cuestiones que conciernen a la fe y la vida de la Iglesia.

Al parecer, existe como mínimo discontinuidad entre lo que la Iglesia afirmó siempre sobre el pueblo judío y el significado que se atribuye a esta expresión de “hermanos mayores en la fe”. Comencemos, cómo no, con el Concilio Vaticano II: la discontinuidad de la que hablamos procede de la declaración Nostra Aetate (NA), del 28 de octubre de 1965. En esta declaración se quiso explicitar “cuáles eran las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas” (NA 1). El cuarto punto de la declaración (NA 4) se refiere a la religión judía, tratando de explicar los vínculos que ligan a la Iglesia con el pueblo judío. Así, la declaración nota que la salvación fue primero revelada por una alianza divina con el pueblo judío en la persona de Abraham y luego desplegada en una ley comunicada a Moisés. “Es en el seno de aquel pueblo que el Salvador nació, y que han sido elegidos los Apóstoles quienes han inaugurado la Iglesia. El pueblo judío en su mayoría rechazó a Cristo, aunque haya sido anunciado y haya probado suficientemente que era el Mesías anunciado por los profetas”. La Iglesia es reconocida como “el nuevo pueblo de Dios”, pero en razón de las afirmaciones de San Pablo en la epístola a la Romanos (Rm 11), sostiene que un cierto favor se conserva para el pueblo judío, y espera que todos los pueblos se conviertan. La Declaración afirma que no hay que considerar al pueblo judío como reprobado, deplora las vejaciones que ha recibido y recuerda que la Iglesia tiene el deber de anunciar “la cruz de Cristo como fuente de toda gracia”. El texto evitacon habilidad toda afirmación demasiado desagradable para los judíos: ningún recuerdo de la maldición proferida por los judíos en contra de ellos mismos ante Pilato (Mt 27, 25), ni tampoco de las exhortaciones proferidas por los primeros predicadores de la Iglesia a abrazar la fe cristiana (Hch 7).

Nostra Aetate fue uno de los documentos más innovadores del Vaticano II y uno de los más difíciles de diseñar y de aprobar por razones teológicas y políticas, internas y externas a la Iglesia. La declaración fue diseñada en el cruce de varios caminos de los que brota una nueva conciencia histórica en la Iglesia: la profundización del significado del judaísmo de Jesús, una percepción nueva de ser una única humanidad en el mundo global, pero especialmente la toma de conciencia de la responsabilidad de los cristianos en el antisemitismo y el surgimiento de los estudios sobre el Holocausto. En cierto sentido, Nostra Aetate es el más “protestante” de los documentos de un concilio de la Iglesia católica como fue el Vaticano II, porque todas las citas son de la Escritura; sola Scriptura, y no de la tradición. Este hecho se vuelve tanto más importante si leemos el comienzo del párrafo 4 de Nostra Aetate: “Al investigar el misterio de la Iglesia, este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham”. No se cita a la tradición teológica católica, ni siquiera cuando habla del misterio de la Iglesia. Nostra Aetate anuncia un desplazamiento fundamental; anuncia algo así como que la nueva relación entre judíos y cristianos debe ser vivida para llegar a ser entendida teológicamente.

Durante el pontificado de Juan Pablo II se hizo clara una convergencia entre su experiencia vivida con judíos en Polonia, su interpretación de la Segunda Guerra Mundial como parte esencial de la comprensión teológica moderna del mundo y la conciencia de la nueva tarea del papado global en un mapa mundial sin colonias, especialmente en el Medio Oriente. En los años 90 hubo varias declaraciones de episcopados europeos y de los EE.UU. sobre la historia del antisemitismo. El año 1986, el Papa realizó una visita histórica a la Sinagoga de Roma (primera visita de un papa, el 13 de abril de 1986) y se llevó a cabo la oración interreligiosa por la paz en Asís (27 de octubre de 1986). El 12 de marzo 2000 en San Pedro pidió perdón, cuando un cardenal recitó solemnemente una “Confesión de pecados cometidos contra el pueblo de Israel”.

La relación entre cristianos y judíos pasó a denominarse en la segunda mitad del siglo XX y primer tercio del XXI “diálogo”. La línea seguida fue el camino abierto por el Concilio, destacando que el cristianismo y el judaísmo posterior a la ruina de Jerusalén son como hermanos, descendientes del judaísmo del primer siglo: “como suele acontecer normalmente entre hermanos– se han desarrollado siguiendo direcciones diferentes”, afirma el documento conmemorativo del 50 aniversario de Nostra Aetate, de 2015 (DLI 15). En particular, como los judíos se refieren al Antiguo Testamento, su interpretación debe ser considerada como “una lectura posible”, a la cual se presta, tanto como la lectura cristiana (DLI 25 y 31). Sin embargo, se recuerda que Cristo es Salvador de todos, “no hay dos vías paralelas de salvación” (DLI 35). Somos conducidos al segundo elemento: el pueblo judío tiene un lugar especial y difícil de definir en la historia de la salvación: si la Iglesia es “el nuevo pueblo de Dios” (NA 4), hay que rechazar la teoría de la sustitución de la Iglesia con este pueblo, como del nuevo Israel con el antiguo, por ser “desprovista de todo fundamento”, incluso en la epístola a los Hebreos (DLI 17). La Iglesia es más bien el cumplimiento de las promesas hechas a Israel (DLI 23) y de la antigua alianza que no es reprobada, sino cumplida (DLI 27). Pareciera según esta interpretación que el plan de la salvación de Dios requiere la permanencia de Israel, no sólo como pueblo, sino también como religión, ya que “que los judíos son partícipes de la salvación de Dios es teológicamente incuestionable; pero cómo pueda ser esto posible sin confesar a Cristo explícitamente, es y seguirá siendo un misterio divino insondable” (DLI 36).

De esto, se sigue que la actitud de la Iglesia para con los judíos debe ser la de no hacer proselitismo, ya que hay que considerar su evangelización “con unos parámetros diferentes a los que adopta para el trato con las gentes de otras religiones y concepciones del mundo” (DLI 40). Hay una discreta alusión hecha tanto a los judíos como a los gentiles a que reciban el bautismo (DLI 41), pero todo acaba resumido en un diálogo entre iguales, cada uno con su verdad, que “tendrá finalmente como meta el procurar que los católicos aprendan de los judíos lo que concierne a la interpretación de la Escritura (DLI 44), el trabajar por la paz en Israel (DLI 46) y el ser un testimonio de la beneficencia común a favor del Dios de la alianza (DLI 49)”.

Lo importante para nosotros hoy y para el futuro de la Iglesia es comprender en qué medida Nostra Aetate y su recepción —especialmente la recepción papal— ha creado una nueva tradición. El Vaticano II viene cronológicamente después de la creación del Estado de Israel en 1948, y el tema del Estado de Israel jugó un papel enorme en la redacción de Nostra Aetate; los obispos católicos de los países árabes en el Vaticano II se opusieron a la introducción de la mera palabra “Israel”: su aparición parecía justificar a Israel como entidad política. Ello traería consecuencias fuertes para las comunidades cristianas que viven en países árabes. Fue una de las razones por las cuales Nostra Aetate habla de Israel solo desde un punto de vista religioso, evitando premeditadamente el tema del Estado de Israel. Para entender Nostra Aetate, por tanto, hemos de fijar nuestra mirada en la tríada Segunda Guerra Mundial y Holocausto – Estado de Israel – Vaticano II.

Recapitulando: hemos visto que la declaración con que se conmemoró el 50º aniversario de Nostra Aetate afirmaba que si la Iglesia es “el nuevo pueblo de Dios” (NA 4), hay que rechazar la teoría de la sustitución de la Iglesia con este pueblo, como del nuevo Israel con el antiguo, por ser “desprovista de todo fundamento”, incluso en la epístola a los Hebreos (DLI 17). La Iglesia es más bien el cumplimiento de las promesas hechas a Israel (DLI 23) y de la antigua alianza que no es reprobada, sino cumplida (DLI 27). Suena contradictorio, ¿no? Además, y esto es lo importante, ¿es esto lo que siempre afirmó la Iglesia Católica Apostólica sobre los judíos y la relación entre cristianos y judíos? La respuesta parece ser un claro NO.

El historiador católico Roberto de Mattei, en su libro El Concilio Vaticano II. Unahistoria nunca escrita, apunta también a las cuestiones del nuevo concepto de ecumenismo y diálogo interreligioso y a la libertad religiosa como puntos a partir de los cuales se introduce en la Iglesia el relativismo de considerar a todas las religiones iguales. Narra el profesor de Mattei cómo se introdujo, en relación a las otras religiones, la cuestión del “diálogo”, recomendando que los cristianos se acostumbrasen a considerar las religiones no cristianas en su auténtico significado, que es el de ser interiormente (ad intra) caminos de búsqueda de Dios. Aun afirmando que la Iglesia constituye el medio necesario para la salvación de todos, se insiste en la necesidad del diálogo que disponga para acoger los valores que se encuentran en las religiones no cristianas, que están como orientadas hacia Cristo y hacia la Iglesia”. En la cuestión particular referente a los judíos, durante el Concilio Vaticano II, los cardenales Bea y Lercaro insistían en eximir a los judíos de toda culpa en la Pasión y muerte de Cristo, que debía atribuirse a los pecados de todos los hombres. El cardenal Luigi Ciappi, remitiéndose a santo Tomás (Summa Theologica, IIIa, q. 47, a. 5 ad 3), replicaba sin embargo que los judíos eran realmente culpables del deicidio y que la Iglesia debía dedicarse a su conversión.

En referencia a las afirmaciones de santo Tomás, citaremos ahora la importante contribución actual del Dr. Taylor Marshall en su libro, no traducido al español, The Crucified Rabbi, El rabino crucificado, “El judaísmo y los orígenes de la cristiandad católica”. En esta fantástica obra, Marshall no hace más que explicar lo que la Iglesia siempre dijo, pero que ha quedado oscurecido después del Concilio Vaticano II: que la Iglesia reemplaza al pueblo judío como pueblo de Dios, algo que la DLI de 2015 niega explícitamente. En un argumentado desarrollo en que va poniendo en paralelo al Mesías judío y el Cristo católico, el reino judío y la Iglesia Católica, el bautismo, la Pascua, el sacerdocio, el templo judío y la catedral católica, la sinagoga judía y la parroquia católica y otros temas relevantes, Marshall se plantea, consciente de que el papel de la Iglesia en relación al judaísmo ha sido siempre un tema difícil para los cristianos, la cuestión de si la Iglesia Católica reemplazó al pueblo judío en el Pentecostés del año 33. Traduzco las palabras de Marshall: “La enseñanza de los Padres de la Iglesia y Santo Tomás de Aquino mantiene que el Israel carnal justamente anterior a la Segunda Venida de Cristo se convertirá a la fe católica en anticipación al conflicto final entre la Iglesia y el Anticristo (…). El sello de la Alianza del bautismo ha reemplazado al de la circuncisión. En otras palabras, el pueblo de Dios está marcado y reunido a través de los sacramentos de la Nueva Ley y no a través de los ritos de la Antigua Ley. Por tanto, el Pueblo de Dios, o Nuevo Israel, es la Iglesia Católica. De manera similar, San Pablo se refiere a la Iglesia de Cristo como el “Israel de Dios” reconstituido en su epístola a los Gálatas. Así, tanto para San Pablo como para la Iglesia primitiva, la Iglesia Católica era el nuevo Israel. La Alianza salvífica de Dios y la demarcación sacramental para el pueblo de Dios ya no era el Israel carnal. ¿Cuál es entonces la manera correcta de describir esta transición? En la versión de la Vulgata de Romanos 11, 24, leemos: Porque si tú fuiste cortado del olivo silvestre que eras por naturaleza, para ser injertado (insertus) contra tu natural en un olivo cultivado, ¡con cuánta más razón ellos, según su naturaleza, serán injertados (inseretur) en su propio olivo?”. San Pablo explica que los judíos fueron “quebrados” y reemplazados por gentiles que fueron “injertados”. Este lenguaje de injerción o inserción es ciertamente bíblico y tradicional. Pero, para Marshall, el mejor término para describir la transición del Antiguo Testamento al Nuevo Testamento es el de sustitución. Su convicción se basa en el lenguaje empleado por santo Tomás de Aquino para referirse a esta cuestión. Santo Tomás utiliza el término substituendus para describir la relación entre los judíos que rechazaron a Cristo y los gentiles que recibieron a Cristo. Jesús ya lo dejó bien explicado en la parábola de los viñateros homicidas.

Parece pues que la cuestión de la relación entre cristianos y judíos sufrió una ruptura y nueva dirección tras el Concilio Vaticano II, que estuvo tal vez demasiado condicionado por el contexto histórico post-holocausto. Lo que es grave, además de esta influencia, es que este cambio de línea se realizó obviando (es decir, ignorando) la cuestión de que el judaísmo talmúdico no es el judaísmo del Antiguo Testamento. “Me convertí en cristiano católico – desde el episcopalianismo - porque me di cuenta de que solamente la Iglesia Católica podía trazar su doctrina, liturgia, costumbres y moralidad hasta los inicios judíos cuando un rabino llamado Jesús caminó por Tierra Santa con un puñado de discípulos. Como cristiano católico, estoy enlazado no sólo con la Iglesia Primitiva, sino también con la antigua tradición del Antiguo Testamento”. Pero esto es, sabiendo que esa tradición judía y el judaísmo talmúdico no son la misma cosa.

Encontramos aquí, creo, un error clásico del modernismo en la Iglesia: la confusión de los conceptos de “desarrollo” y “evolución” en lo que se refiere a la doctrina católica y la noción de un evolucionismo religioso. Seguimos aquí la argumentación al respecto de John Senior en su obra La muerte de la cultura cristiana: “Evolución, dice Newman, no es desarrollo. En el desarrollo, lo que es dado de una vez y para siempre al comienzo es meramente explicitado. Lo que fue dado de una vez para siempre en la Escritura y la Tradición ha sido clarificado en generaciones sucesivas, pero sólo por adición, nunca por contradicción; por el contrario, la evolución funciona mediante la negación (…). Concebido positivamente, el desarrollo es radicalmente conservador, permitiendo sólo aquel cambio que ayude a la doctrina a seguir siendo verdadera al definir los errores que aparecen en cada edad. Por tanto, no puede haber contradicción entre cómo la Iglesia explicó durante siglos un cierto tema y cómo lo explica en los últimos 60 años. Ante tal contradicción, una de las dos líneas de explicación debe ser errada; y la que se ha desviado recientemente tiene todas las papeletas para serlo.

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