sábado, 3 de agosto de 2024

Catolicismo blandito para católicos blanditos. Mientras tanto, los santos...


Como todos sabrán, el señor que vemos a la izquierda en la imagen es San Nicolás, que abofetea a Arrio, con casulla y mitra azul, en el Concilio de Nicea (año 325 dC). ¡Un obispo golpeando a un presbítero! Cuenta la tradición que San Nicolás no medió ni palabra con Arrio, sino que nada más encontrarle le abofeteó en el rostro por haber adulterado la doctrina católica: Arrio negaba la divinidad de Cristo, en una postura incompatible con la auténtica fe cristiana. 

¿Qué pretendo apuntar con esta historia, bien conocida? Que la falsa doctrina y la ofensa contra Dios son temas de primera importancia. Que no vale minimizarlos por el bien del “diálogo”, sino que es necesario combatirlos con todas nuestras fuerzas. Entre falsos respetos, tolerancia y diálogo, a veces puede que no seamos conscientes de que el verdaderamente ofendido es Dios, y que no hay cálculos posibles que justifiquen relativizar la blasfemia. La blasfemia (del griego βλασφημία: blasphemía, 'injuriar', y pheme, 'reputación') significa etimológicamente 'palabra ofensiva, injuriosa, contumeliosa, de escarnio', pero en su uso estricto y generalmente aceptado, se refiere a 'ofensa verbal contra la majestad divina'. La blasfemia consiste en proferir contra Dios (interior o exteriormente) palabras de odio, de reproche o de desafío. Y se extiende también a las palabras contra la Iglesia, los santos y las cosas sagradas. Se aplica también a las acciones ofensivas contra Dios, como la reciente ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos, ante la cual se han dado entre miembros de la Iglesia Católica respuestas que van desde el clamoroso silencio a condenas rotundas, pasando por superficiales ofertas de tolerancia y diálogo regadas de pueriles y subjetivos apuntes sobre los gustos personales de quien interpreta para los demás lo que presenció.

Santo Tomás de Aquino afirmó que "la falta de la pasión de la ira también es un vicio". Y citó un documento normalmente atribuido a san Juan Cristósomo que dice que “peca quien no se enfada cuando tiene causa". Porque, ciertamente, hay mucho por lo que estar justamente enfadado en nuestro mundo, y los católicos debemos responder al mal y a la injusticia, sobre todo cuando ésta es contra Dios, que es la principal de todas, con un enojo santo que nos impulsa a la oración y a la acción. Debemos resistir la tentación de acostumbrarnos tanto al mal que dejemos de estar indignados. El gran fraile dominico Reginald Garrigou-Lagrange afirmó un principio que debe quedarnos muy claro: “La Iglesia es intolerante en los principios porque cree; pero es tolerante en la práctica porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en los principios porque no creen; pero son intolerantes en la práctica porque no aman”. 

Entre los santos que mostraron una justa ira santa ante las ofensas a Dios, San Jerónimo, uno de los cuatro Padres de la Iglesia Latina, un gigante de la fe y la erudición, sufría muy personalmente los ataques vertidos contra Cristo y su Iglesia, tanto de personas ajenas a la Iglesia como de eclesiásticos y creyentes. Suya es una espectacular frase que dice algo así como que puede soportar cualquier injuria contra su persona, pero no puede soportar la impiedad contra Dios. Ésa es la actitud. Eso es lo único que debería importarnos. Y por la imposibilidad de soportar la impiedad contra Dios, San Jerónimo denunció públicamente las vidas poco ejemplares de muchos sacerdotes de la Roma de tiempos del Papa Dámaso, lo que le valió tener que huir de la ciudad a la muerte de éste por temor a las represalias. También sus epístolas están plagadas de palabras fuertes en la defensa de la sana doctrina y la lucha contra los errores. Es triste escuchar cuando se habla de este gran santo el comentario de que “con ese carácter, hoy no sería canonizado”, expresión que denota una total falta de comprensión del concepto de ira santa y de la santidad misma. 

Por eso, el P. Gabriel Calvo Zarraute afirmaba en un programa de La Sacristía de la Vendée que desgraciadamente sería impensable ver hoy escuchar palabras similares a las de grandes santos de la historia de la Iglesia, como resultado de la suplantación de la verdad por la autoridad y de una mala comprensión de la verdadera obediencia en la Iglesia, que incluye la resistencia a los errores de los pastores, también al Sumo Pontífice. El caso paradigmático es el de San Pablo, quien, reconociendo la primacía de San Pedro, resistió sus errores y le confrontó: “cuando Cefas llegó a Antioquía, yo le hice frente porque su conducta era reprensible” (Ga 2, 11). Según la explicación de la Tradición patrística y escolástica de este hecho (San Agustín y Santo Tomás de Aquino), San Pedro había pecado venialmente por fragilidad, por retomar la observancia de las ceremonias legales del Antiguo Testamento, para no escandalizar a los judíos convertidos al Cristianismo, provocando con esto el escándalo entre los cristianos provenientes del paganismo. 

Porque la santa ira es justa cuando se tiene claro que no es tolerable la ofensa contra Dios, venga de dentro o de fuera de la Iglesia. Y el modelo es siempre Dios mismo, que castiga la ofensa cometida contra Él. El P. Javier Olivera Ravasi recogía en Infocatólica unas palabras muy pertinentes al respecto de Juan Manuel de Prada, quien afirma que “ Jesucristo fue el Cordero de Dios, pero también el León de Judá; y de sus rugidos y zarpazos están llenos los Evangelios (…). Cuando leemos los Evangelios descubrimos, por ejemplo, que Jesús empleaba palabras consoladoras para sanar a los afligidos; pero descubrimos que también empleaba silencios enigmáticos, respuestas irónicas, parábolas terribles, discursos airados y hasta arrebatos coléricos. Jesús se revuelve viril y enojado contra los hombres cuando los sorprende en falta, los maldice e increpa con palabras acres, los reprende sin paños calientes y, llegado el caso, se lía a zurriagazos con ellos. Esta santa ira nos sobrecoge a veces por su ferocidad (…); Jesús no tiene empacho Jesús en llorar amorosamente sobre la ciudad que está a punto de inmolarlo; pero tampoco tiene empacho en profetizar que Cafarnaum y Betsaida padecerán mayor condena que Sodoma. A la higuera estéril la maldice, aunque como el mismo evangelista reconoce «no era tiempo de higos». A los mercaderes que se habían instalado en el atrio del templo los expulsa sin miramientos, armado de un látigo. Y a los fariseos les lanza una portentosa filípica, sin recatarse de acribillarlos con las palabras más gruesas e injuriosas: «Raza de víboras, sepulcros blanqueados», etcétera. También a lo largo del Antiguo Testamento caen fulminados quienes ofenden a Dios.

Entre los santos, el mismo san Francisco de Asís, convertido hoy en la caricatura de un santo ecologista y dialogante con los musulmanes, afirmó que el uso de la violencia está justificado cuando se trata de la defensa de la fe, la justicia y la patria. 

La única opción ante las ofensas contra Dios es seguir el contundente ejemplo de Dios mismo en las Sagradas Escrituras y de estos santos. Orar, pedirle perdón, reparar; combatir el error. Pero nunca dialogar con él ni tolerarlo. Por la gloria de Dios y por la salvación de las almas. 



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