Los conservadores, como dijo G. K. Chesterton, “no son más que los progresistas a cámara lenta”, imbuidos del mismo espíritu modernista, ajeno, cuando no opuesto, a la Tradición de la Iglesia.
Y, como modernistas que son, los
conservadores o neoconservadores católicos asumen que la tradición de la Iglesia es mudable según las corrientes
sociales. Se han tragado el sapo del necesario aggiornamento y les parece que
lo “tradicional” es lo “antiguo”, que ya no sirve para el hombre de hoy, que
necesita que se le comunique la fe de una manera más acorde con su manera de
ver el mundo. Así, en lugar de traer el Reino de Dios al mundo, dan entrada al
mundo (en el sentido que le da el evangelista Juan, de aquello que odia a Dios)
en la Iglesia.
No han comprendido el principio
de la no contradicción: que la Iglesia no puede contradecirse a sí misma. Y
que, por tanto, cuando hay presupuestos del Concilio Vaticano II que son
contrarios a la Tradición anterior de la Iglesia, hay que señalarlo para su
corrección; y eso no es rechazar el Concilio, sino buscar de veras que la
Iglesia camine en la Verdad, cuya línea la marca la Tradición. Porque la Tradición es la regla de fe de la
Iglesia. Y eso no lo digo yo. Lo ha dicho la Iglesia siempre. Si no, ¿qué
significa Apostólica? A no ser que
ese término ya no nos diga nada, porque consideremos que la Iglesia hoy es
“sinodal” y “misionera”, porque lo dice el actual Vicario de Cristo, sin
afirmarlo ex cathedra.
El desarrollo en la doctrina y la
liturgia de la Iglesia ha sido históricamente orgánico, no rupturista ni
innovador; sino verdaderamente reformador, restaurador. En su obra “Apología de
la Tradición”, el historiador católico Roberto de Mattei afirma que, “en
nuestros días, la Iglesia, sufriente y debilitada, está siendo atacada pero no
resiste, como en el siglo V, a las vicisitudes de la Historia, sino que parece
casi aplastada. El remolino de la autodestrucción la dilacera y, como admitió
el mismo Pablo VI, atraviesa una de las crisis internas más profundas de su
existencia. Esta crisis tuvo un punto focal en el Concilio Vaticano II; desde
entonces, la Iglesia parece haberse dejado seducir por el mundo moderno, al
cual debería oponerse, y hoy se debate en su abrazo mortal”.
Porque, precisamente, la doctrina
tradicional de la Iglesia afirmó lo mismo durante cientos de años; hasta que,
de repente, a mediados del siglo XX, lo que la Iglesia siempre dijo ya no
servía. Igual que la liturgia; ya no era apta para acercar a los hombres a
Dios. Había que devolverle la “pureza” primitiva. Para hacer justicia, es
necesario decir que las corrientes heterodoxas en la Iglesia tienen siglos de
historia; no aparecieron de repente a mediados del siglo XX. Pero, ¿no son
ciertamente falaces las argumentaciones de que la manera en que la Iglesia
transmitió siempre la fe ya no son válidas para el hombre de hoy? ¿Ha cambiado
antropológicamente el ser humano en el siglo XX? ¿No es la Verdad ya la misma?
¿No anhela el corazón del hombre ya lo mismo, que es la Verdad y la unión con
Dios, pues para eso ha sido creado? ¿No es, acaso, una manera inferior de darle
gloria sustituir la profundidad de las oraciones y los himnos tradicionales, el
canto gregoriano y el latín como lengua sacra, por cancioncitas de ritmo
popular e instrumentos profanos con letras cuestionables para dirigirse a Dios?
¿No es inferior en el culto debido a Dios un sacerdote que improvisa oraciones
y moniciones a su gusto para apuntarse al ecologismo o a la acogida a los
migrantes que el ministro que, en humildad, se ciñe a las oraciones que la
Iglesia prescribe?
Esto no son gustos personales. ¿O
es que no sabía la Iglesia en 1850 que hacía siglos que la sociedad no hablaba
latín? ¿Por qué lo preservó? ¿Por atavismo o porque es Madre y Maestra? ¿Y cómo
fue que tuvieron que venir en nuestra ayuda los protestantes a decirnos a los
católicos lo que era la Misa – un banquete, no un sacrificio? ¿De verdad no ven
el grave daño que las décadas centrales y la revolución conciliar, aceptando
postulados condenados por concilios y papas anteriores han hecho?
Aferrarse a la tradición no es
una actitud provocada por la nostalgia, sino por la búsqueda de la Verdad, que
no cambia. “Dios no se muda”, dijo santa Teresa de Jesús. Pero la Iglesia, en
su parte humana, puede cometer errores. León XIII ya advirtió en el siglo XIX
de que “esos errores y sufrimientos pueden ser provocados por sus hijos y
también por sus ministros. Pero ello no priva al Cuerpo Místico de Cristo de su
grandeza ni de su indefectibilidad”, como indica Roberto de Mattei en la obra
ya citada. El mismo León XIII afirmó que “la Iglesia no teme la verdad. Existe
una sola verdad, que es Jesucristo, Hijo de Dios y Él mismo Dios, Fundador y
Cabeza del Cuerpo Místico que es la Iglesia. La verdad de la Iglesia y sobre la
Iglesia es la verdad de Cristo y sobre Cristo, en el encuentro con Él que,
ayer, hoy y siempre, se nos presenta como el único “Camino, Verdad y Vida” (Jn
14, 6).
Hoy, la Iglesia continúa en el
mismo estilo “pastoral” que inauguró el Concilio Vaticano II: un nuevo estilo
de expresión en el cual fueron enunciadas las afirmaciones y decisiones del
Concilio. Como explicó el cardenal Walter Brandmüller, el Vaticano II, en
sentido opuesto a los concilios precedentes, “no ejerció la jurisdicción ni
legisló, ni deliberó sobre cuestiones de fe de manera definitiva. Fue, por el
contrario, un nuevo tipo de Concilio, concebido como Concilio pastoral, que
quería expresar al mundo de hoy la doctrina y las enseñanzas del Evangelio de
un modo atrayente e instructivo (…). Emergieron pronunciamientos conciliares
cuyo grado de autenticidad y, por lo tanto, de obligatoriedad, fue
absolutamente diferente a los concilios anteriores, que pronunciaban censuras
doctrinales o definiciones dogmáticas”. En el Concilio Vaticano II, afirma
Roberto de Mattei, la “pastoralidad” no fue sólo la explicación natural del
contenido dogmático del Concilio de un modo adaptado a los tiempos, como antes,
sino que fue elevada a principio alternativo al “dogmatismo”, dando a entender
que existe una prioridad de aquélla sobre éste. La dimensión pastoral, de suyo
accidental y secundaria frente a la doctrinal, se volvió prioritaria en los
hechos, operando una revolución en el lenguaje y en la mentalidad. La Iglesia
se despojó de su vestidura dogmática para vestir un nuevo hábito pastoral y
exhortativo, ya no más obligatorio y definitivo”.
Y de aquellos barros vienen estos
lodos. Ya cada cual, pastoralmente,
en la Iglesia, afirma lo que subjetivamente cree, no lo que ha dicho la Iglesia
siempre. Con una dosis tóxica de sentimentalismo en muchos casos. Y es eso lo
que rompe la unidad de la Iglesia. Y no el denunciarlo. A esta denuncia se la
acusa falazmente de buscar una supuesta “uniformidad que niega los diversos
carismas que suscita el Espíritu Santo”, como algún comentarista afirmaba en el
citado Perpleja del 1 de junio. El Padre John O´Malley definió al Vaticano II
como un evento “lingüístico”, explicando cómo las profesiones de fe y los
cánones fueron sustituidos por un “género literario” demostrativo. Este
acercarse al pasado en términos diferentes significa aceptar una transformación
cultural más profunda que todo cuanto se pueda imaginar. El estilo del discurso revela, de hecho, aún antes que las ideas, las
tendencias profundas del espíritu de quien se expresa. “El estilo es la
expresión última del significado, es significado y no ornamento, y es
también el instrumento hermenéutico por excelencia”, afirma el P. O´Malley. Por
eso la letra de los nuevos himnos pseudo-litúrgicos importa; importa su melodía
también. E importa lo que cada cual interprete como le parezca y lo publique
con un hábito en redes sociales. Porque cambian el contenido del mensaje.
“Cuando los medios masivos de
comunicación sustituyen al Magisterio de la Iglesia, cuando las impresiones y
los sentimientos sustituyen las ideas y los principios, cuando cada día trae
una novedad y la confusión se difunde, quien no quisiera perder el único camino
en el que se encuentra la Verdad y la Vida debe seguir la Sagrada Tradición de
la Iglesia que, de Vicario de Cristo, nos conduce al mismo Cristo”, afirma el
profesor de Mattei. El sensus fidei
que conservamos los católicos nos impone la fidelidad a aquella Tradición que
únicamente los pastores tienen el derecho de aclarar y enseñar, pero que todos
los bautizados tienen el derecho de guardar y transmitir como la recibieron. La Tradición no es únicamente la regula fidei de la Iglesia; es también
el fundamento de la sociedad. En este mundo, sea que se trate de la vida
moral o de la vida material, hay cosas que pasan y cosas que permanecen. Pero
únicamente aquello que refleja la ley natural y divina vive y merece vivir en
la historia. La Tradición es el elemento incorruptible e inmutable de la
sociedad. Y sólo en la Tradición es posible el progreso, porque nosotros no
podemos progresar y perfeccionarnos en las cosas que pasan, sino únicamente en
aquellas que permanecen.
La Tradición no es el pasado, porque el pasado no existe más y no puede
volver. La Tradición es aquello del pasado que vive en el presente, aquello que
debe vivir para que nuestro presente tenga un futuro. Pero la raíz última
de todo lo que es y de lo que será, es el mismo Dios, en quien pasado, presente
y futuro se funden en un único acto infinito de ser. El corazón de la tradición
está en el mismo Dios, ser por esencia, eterno e inmutable. “La Tradición es
aquello que es estable en las alteraciones de las cosas. Es aquello que es
inmutable en un mundo que cambia y lo es porque tiene en sí mismo un reflejo de
eternidad. Porque sólo aquello que se fundamenta y reposa en Dios merece ser
conservado, transmitido y guardado”, sigue afirmando el profesor de Mattei.
Al respecto, la cita de Chesterton con que comenzaba
este texto añadía algo que he omitido con la intención de poder decirlo ahora:
“los conservadores no son más que los progresistas a cámara lenta, cuya función
es impedir la restauración”. Pues
bien, ésta es la clave: la restauración de la gran Tradición católica que
enseña la verdad, para la salvación de las almas, que es el fin con el que
Cristo fundó la Iglesia.
Si no se tiene esto claro, no hay
manera efectiva de combatir la revuelta contra Dios que es la posmodernidad,
porque es justamente la subversión diabólica de la ley natural. Si se ignora la
enseñanza fundamental de la ley natural, se está construyendo sobre la arena,
intentando combatir la herejía modernista desde su derivado, el posmodernismo;
cayendo en los mismos errores, sin ser conscientes de ello.
Para finalizar, y como ejemplo de
esta inmutabilidad de la enseñanza de la verdad, además de recomendarles la
lectura de la obra que he ido refiriendo del profesor de Mattei, “Apología de
la Tradición”, les recomiendo también la obra del siglo V “El Commonitorio.
Apuntes para conocer la fe verdadera”, de san Vicente de Lérins. Su enfoque se
basa en la idea de que la verdad cristiana se encuentra en la continuidad con
la enseñanza de los Padres de la Iglesia, contra de las innovaciones y los
cambios radicales en la doctrina, y defiende la fidelidad a la enseñanza
recibida por los Padres. Con san Vicente, reflexionemos sobre la continuidad y
la fidelidad a la tradición en nuestra búsqueda de la verdad cristiana y del
mismo Dios.
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